CAPITULO XV



Corrían rumores de que Rosendo era visto por las tardes en la Providencia, sentado en el rincón del tonel, ante un vaso de vino. Allí se dedicaba a alzar el codo, más pendiente de abrir y cerrar la espita que de la solución de los crucigramas. 

 Conocedor de este hecho, don Evaristo decidió ir una tarde en compañía de Casimiro a casa del secretario. Con su visita el alcalde quería llevar algo de sosiego al ánimo de su hombre de confianza, compartiendo el calor de su hogar. También había impulsado al alcalde a consolar a Rosendo el hecho de que esa mañana, en la oficina, éste había perdido por primera vez los estribos ante su mala estrella, invocando a santos y mártires con denuestos tales que habrían hecho que el párroco del pueblo se hubiese llevado las manos a la cabeza. “Estoy hasta los mismísimos cojones”, entre dientes a punto de crujir, fue el comentario menos impactante que había brotado de su lengua alterada ante el jefe y los demás funcionarios. 

El tópico de la conversación en la casa del cementerio giró en tomo a la problemática social del pueblo y los múltiples criterios y soluciones que aportaba el alcalde, pero que, por un motivo u otro, siempre imputable a la superioridad, la mayoría de las veces no eran tenidos en cuenta. De vez en cuando, don Evaristo añadía un comentario prudente acerca de su positiva experiencia matrimonial con la sana intención de que sus palabras germinasen en pro de la felicidad de Rosendo y Gertrudis. Con la intención de no inmiscuirse en asuntos ajenos, mucho menos con el alcalde delante, Casimiro optó por mantener silencio, desempeñando un papel de testigo pétreo. 

Evaristo Narváez, hombre de bigote tupido y labios carnosos, era el típico bonachón con el que se podía entablar cualquier tipo de charla siempre que no se le contradijera demasiado en sus razonamientos. Gertrudis, en cambio, lo encontraba sencillamente cargante y odioso. 

Poco antes de dar por terminada su visita, el alcalde pidió a Rosendo que les acompañase a él y a Casimiro de vuelta al pueblo, pues deseaba seguir tratando diversos asuntos. Ante esa perspectiva, Rosendo le comunicó a su mujer que no estaría de regreso hasta cerca de la madrugada.



                                                                              * * *


Finalizada la reunión, Gertrudis tuvo que limpiar las cortecillas de pan que habían quedado sobre la mesa en el sitio que había ocupado la autoridad local. 

—Aniceto, me gustaría hablar contigo ahora que no está Rosendo -dijo la mujer, reponiendo en la cocina el trapo de limpieza--, pero no quiero que trascienda lo que te voy a decir. 

Gertrudis cerró puerta y ventanas. Aniceto se puso de pie y adoptó un aire intranquilo. 

—Qué trabajo me cuesta aceptar que eres hermano mío —dijo Gertrudis sin titubeos, incluso con agresividad y nerviosismo. 

—¿Qué…? 

---¡Qué difícil se me está haciendo todo esto, Señor! Pero puede más lo que siento por ti que mis principios. Y es que no puedo admitir que tú y yo llevemos la misma sangre porque sólo de pensarlo, vomito. ¡La sola presencia de Rosendo me hace recordar, cada momento que le veo, que no soy tu mujer sino tu hermana! -le temblaba la voz—. Me he convertido en tu amante, en tu fulana en toda la extensión de la palabra, y lo digo sin morderme la lengua -calló unos segundos--. ¿Sabes que me llamó puta el otro día, cuando estuvo a punto de pillarnos in fraganti, y lo eché del dormitorio? Si tú me llamas así, no sé por qué, te lo consentiría. Estoy hecha una perra. 

Aniceto desvió la mirada, pero ella le sujetó el mentón; las yemas de sus dedos sugerían el tacto de la seda. 

—Si no fuera por los malditos prejuicios— continuó—, divulgaría al mundo entero mi amor por ti. No es normal sentir así por un hombre. Imagínate si ese hombre es mi propio hermano. Los sentimientos no pueden cambiarse a capricho. 

El sepulturero se vio súbitamente rodeado por los brazos de Gertrudis, que se había acicalado, por sugerencia de su marido, con ocasión de la visita del alcalde y de Casimiro. 

Estaba realmente atractiva; sus labios de carmín y sus ojos emitían un brillo acariciador, al que Aniceto no se podía sustraer. Retrocediendo en el tiempo, él se maravilló de cómo aquella mocosa, que apenas levantaba cuatro palmos del suelo cuando él tenía nueve años, había llegado a anularle, de mayor, el sentido común. El perfume que emanaba del cabello femenino le estaba enajenando, transportándole más allá de los límites del universo. 

—Por eso, por lo que sentimos los dos, me tienes que ayudar, amor -susurró Gertrudis colgándose del cuello masculino—, porque lo que voy a hacer, mejor dicho, lo que vas a hacer es en bien de los dos. Esto no puede seguir así. 

—¿A dónde quieres llegar? --preguntó Aniceto, ceñudo. 

A pesar de su aparente seguridad en sí mismo, sabía que sus armas serían hábilmente neutralizadas por los recursos de Gertrudis, y al fin acabaría por sucumbir ante el poder persuasivo de los encantos de ésta. Reconoció para sus adentros que si su hermana le ofreciese una pócima envenenada, la bebería aún conociendo sus consecuencias letales.

—Ven—invitó ella—. Siéntate a mi lado. 

Se acomodaron ambos en el sofá doble, parte destacada del ajuar que había servido para encubrir de algún modo la vetustez de la casa. Sin vacilar, decidida, Gertrudis deslizó su mano derecha sobre el bajo vientre de Aniceto y le abrió la cremallera[1] del pantalón. Durante cerca de un minuto se dedicó a acariciarle íntimamente. 

—Te quiero. Te quiero demasiado a ti. A él ya no lo soporto más — susurró ella mientras continuaba con su hábil maniobra—. Hay que quitarlo del medio. 

—¿Qué quieres decir? —inquirió Aniceto, extrañado. 

Él, con las piernas abiertas y extendidas, ya no era el tipo fuerte que aparentaba; ante las caricias de que estaba siendo objeto; se había convertido en un pelele, una marioneta cuyas invisibles cuerdas eran manejadas por su hermana, incluso con los ojos cerrados. 

—Tienes que matarlo -confesó ella al oído de su hermano, que profirió una exclamación y se levantó de un salto, a pesar del irresistible placer que empezaba a estremecerle. 

—¡Siéntate! --ordenó ella. 

—¿Qué dices? ¿Te has vuelto loca! Eres peor que la carne que se pudre ahí fuera -el sepulturero lanzó el reproche con voz tan débil que ni él mismo estaba seguro de haberlo hecho. 

—No me irás a decir que, después de haber avanzado juntos tanto camino y de lo que estoy haciendo por ti, te vas a echar para atrás. ¿No tienes huevos? 

Aniceto no pudo escuchar más y se levantó. Gertrudis cambió de táctica; cayó de rodillas delante de su hermano y comenzó a llorar y a suplicar, abrazada a las piernas del hombre. 

—Te amo. Te deseo. Y si de verdad tú me quieres tanto como dices, tienes que hacerlo. No me puedes dejar hecha una desgraciada toda la vida. Lo hice todo por ti y por mí. 

—¿Qué es lo que hiciste que no haya hecho yo por ti? --Aniceto miró a su hermana, perplejo, mientras rodeaba con sus dos manos el óvalo del rostro femenino—. ¿No ves que vamos en el mismo barco? 

—Me casé con Rosendo contra mi voluntad -aseveró ella. 

Aniceto volvió a sentarse en el diván. Ella se puso en pie, enjugándose las lágrimas con las manos y se situó de nuevo junto a su hermano. Se puso a acariciarle el cabello. 

—¿Contra tu voluntad? -dijo él poniendo los brazos en cruz sobre el espaldar como si ese ademán le infundiera valor para enfrentarse a Gertrudis—. Nadie te mandó que lo hicieras. 

--Pero tú tampoco dijiste ni media el día que él me propuso en matrimonio —alegó ella—. Además, a ti no te importó seguir viviendo aquí, con nosotros. ¡Claro! Para ponerle los cuernos, para eso sí -exclamó ella mostrando de nuevo su lado agresivo, mudando de actitud como un camaleón, de color. 

--Tú ya lo habías decidido antes de que yo me enterara. ¿Qué podría hacer si no estaba delante? Y si no lo amabas, ¿por qué aceptaste? 

—Porque era una buena tapadera para encubrir ante los demás lo que sentimos tú y yo —afirmó Gertrudis—. Porque, tarde o temprano, se nos notaría. 

Es entonces cuando Aniceto comprendió. Su hermana había cometido una estupidez al haber aceptado a Rosendo por esposo en la creencia de que así quedarían acalladas unas supuestas murmuraciones de la gente ante la prolongada convivencia de un hermano y una hermana bajo el mismo techo. Por querer evitar un golpe que nadie había lanzado aún, ella se había causado una herida abierta que sangraba profusamente y amenazaba con mancharle a él también. 

Gertrudis no se daba por vencida y continuó recurriendo a todo el poderío embrujador que poseía para que su hermano participase en la descabellada aventura de un asesinato. 

Con la mano izquierda sujetó a Aniceto a la altura del cuello y se dedicó a besarle tiernamente en la mejilla y labios mientras que con la derecha reemprendió la tarea que minutos antes había dejado sin acabar. 

Instantes después, Aniceto suspiró hondamente y lanzó un estertor de agonía al sentirse elevado en una nube de placer. 


[1] cierre