CAPITULO V

En el cruce de los caminos, a la entrada de aquél que bajaba en dirección al Árrago, se alzaban dos columnas cuadradas de cemento que carecían de cancela. 

Gertrudis entró en el ancho sendero, que desde aquel punto se abría paso hasta el río a través de monte bajo y matas de cantueso[1]. Las sombras de los eucaliptos invadían tímidamente el terreno, formando pintas temblorosas de grises. 

Caminando despacio, iba vestida con unos vaqueros[2] azules y una camisa celeste de mangas cortas. Su aspecto había mejorado; ya no era una fregona, enfundada en un vestido de faena lleno de sudor y arrugas; su indumentaria la identificaba como una mujer feliz, rebosando vida. Junto a ella la infatigable Kora corría con la lengua fuera, y su cola mostraba al sol unos pelos de color dorado, casi rojo; se detenía aquí y allá, aguzando las orejas, encogiendo el hocico; cabriolaba, trotaba y, a cada piedra que lanzaba lejos el ama, el animal volvía aprisionando la dura presa entre los dientes. 

La fláccida y rosada lengua que a veces mostraba consumía de excitación a Gertrudis, pues no podía evitar ser ella protagonista en primer plano, en su propia mente, de unas escenas lascivas con Aniceto. 

Apetecía el paseo. Unos treinta metros más abajo, pasaba la briosa corriente rompiéndose, quebrándose en el intento de decapitar los cantos rodados, ya que la primavera había sido generosa en lluvias. 

Hasta los remansos llegaban, flotando con lentitud, unas hojillas secas de textura almidonada, que habían caído de las encinas río arriba. En la orilla opuesta, se embriagaba de sol canicular la verdura de numerosos castaños, junto a los que pestañeaban unos álamos.

Treinta años antes, Aniceto y su hermana habían estado a punto de ahogarse en aquel enclave, lo cual no sucedió gracias a la oportuna intervención del joven Antonio Pasitos, que pudo rescatar con vida a los dos chavales[3]. 

Gertrudis se detuvo para contemplar la margen opuesta. Un golpe de viento cimbreó los árboles y trajo ráfagas aromáticas de jaras[4], brezos[5] y madroñeras[6]. 

Con el borboteo del agua deshaciendo la soporífera quietud, Gertrudis se sentó sobre un peñasco, alrededor del cual los remolinos formaban un halo de espuma. Se quitó los zapatos. La perra apoyó la cabeza en los pies desnudos de su ama y se dedicó a contemplar, como hipnotizada, la turbulenta actividad de la orilla. 

La mujer apenas se movía, como vigilada por los innúmeros ojuelos de los álamos. El único mundo que ocupaba su cabeza era un tiovivo de lujuriosas y placenteras experiencias carnales, de las que ya no podía prescindir. 

Apenas habían transcurrido treinta minutos cuando decidió marcharse. Se calzó y se puso de pie. Antes de que le diera tiempo para volverse, Kora, que aprovechaba cualquier oportunidad para mostrar su afición a las travesuras y al juego, apoyó las patas delanteras en el pecho de su dueña. Ésta, incapaz de mantener el equilibrio, dio un traspié y cayó al río. 

Tardó unos segundos en reaparecer, sumergida hasta el mentón; sus cabellos flotaban en la corriente, tensos, como si fueran a desprenderse de raíz. 

Mientras pedía auxilio, la chica trataba de aferrarse a la roca, pero no podía moverse; su rodilla izquierda había quedado atrapada en el angosto hueco que formaban dos piedras en el fondo. Kora ladraba, impotente. 

--¡Al amo, busca al amo! 

Como si hubiese entendido la orden, el noble can dio media vuelta y corrió cuesta arriba en busca del sendero; su cuerpo destellaba, revestido por un toisón[7] de oro.



* * *


Subido en una escalera de metal, Aniceto repuso en un nicho un florero que se había caído y continuaba milagrosamente de una pieza. 

Se sentía orgulloso, a pesar de la sordidez de su labor, cuando algún visitante hacía comentarios positivos acerca de la pulcritud del cementerio. El sentido del orden se lo había implantado don Evaristo, el alcalde, un hombre metódico con una línea de conducta rígida y afable a la vez, que se había hecho acreedor del respeto de sus vecinos. 

Al oír a Kora ladrar de manera insistente, Aniceto bajó con prisa los peldaños y, al hacerlo, provocó la segunda caída y la rotura definitiva del tiesto; las flores y hojas quedaron diezmadas por tierra, y dos herrerillos[8] salieron en vuelo desde un ciprés tras percibir el impacto. 

Aniceto se encogió para aguantar la potente embestida de la perra, cuyos zarpazos le arañaban el pecho. A la vez que le acariciaba la cabezota, le hablaba tratando de calmarla, pues nunca la había visto quejándose de aquel modo. Inmediatamente, Kora inició una desenfrenada carrera en sentido opuesto a aquél en que había llegado. 

Ya no le cabía duda a Aniceto de que algo anormal ocurría porque el animal continuó su imparable correr hacia las moreras y dobló en dirección al río. 

Un par de minutos más tarde, guiado por los ladridos, Aniceto llegó, sin aliento, a la ribera donde su hermana, en dificultades, agitaba los brazos fuera del agua. 

Se metió en la corriente hasta medio muslo. Kora, llena de coraje o tal vez asustada al creer a sus dos amos en peligro, nadaba en el río y hacía extraordinarios esfuerzos por mantenerse junto a Aniceto. Éste, apoyándose en el peñasco que había servido a Gertrudis de asiento, consiguió remover una de las piedras que atenazaban la pierna de ésta, para librarla al fin de la angustiosa trampa. 

Rescatada y salvador pusieron pie en el verdor de la orilla, y Kora, tras salir del agua, sacudía una y otra vez la cabeza y el cuerpo lanzando gruesos goterones, que se estrellaban en las piernas de la pareja. 

Aniceto le puso los zapatos a su hermana, dominada por una fuerte lividez, con los labios morados y los hombros temblando. Unidos en un abrazo, los dos caminaron despacio hacia la casa mientras las sombras de los eucaliptos se alargaban y el calor decrecía en intensidad.



                                                                         * * *


Las baldosas del comedor veteaban con reflejos debidos a la reciente limpieza, lo que provocó que Gertrudis resbalara y estuviese a punto de caer. 

Se sentó en una butaca[9] al pie de la ventana abierta, ante un día azul, y reclinó la cabeza en el espaldar. Para hacer frente al sofocante rigor de agosto, vestía una bata de color claro, que le llegaba a media pierna. El rítmico goteo del fregadero se alternaba, a ratos, con el tintineo metálico de las herramientas del enterrador cavando en el cementerio. 

Gertrudis había pasado una mala noche, despeñándose constantemente en borrascosos sueños a cuenta del episodio vivido en el río, sobre todo porque en la pesadilla resucitaron eventos de la infancia, en uno de los cuales revivió verosímilmente los momentos en que había estado a punto de perecer ahogada. 

Antes de salir para el camposanto, Aniceto le había preparado a su hermana una taza de tila caliente. Media hora más tarde, cuando la infusión estaba produciendo el efecto sedante esperado, Gertrudis se sobresalió, despabilada por un chirrido familiar de ruedas. Se incorporó y atisbó por la ventana abierta. 

Rosendo acababa de descender del Land Rover y se aproximaba, portando un ramo de rosas amarillas y carmesíes, asegurado por unas vueltas de papel de aluminio; su frente ancha brillaba al sol, y su rostro traía un gesto de preocupación. 

Tras él, a lo lejos, pesaban las hojas de las moreras, inmóviles, en una jornada canicular que desde las primeras horas había prometido ser de infierno. Gertrudis se apartó de su lugar de observación para que el visitante no sospechara que su llegada había sido advertida en la casa. Se amoldó el pelo con ambas manos y se mordió las puntas de los dedos, nerviosa.

--¡Cariño, soy yo! --exclamó Rosendo, sin llamar a la puerta. 

Gertrudis abrió y se encontró, frente a frente, con la alta figura de su novio, al que no le llegaba más arriba del mentón. 

--¿Estás bien? --dijo el recién llegado en espera de ser invitado a entrar--. Te tiene que suceder algo precisamente cuando no estoy. ¿Por qué no me localizaste a través del ayuntamiento teniendo, como tienes, un teléfono? Habría venido en seguida. Mira qué flores te traigo, todas para ti. 

--Son preciosas. Entra. -agradeció Gertrudis el obsequio y colocó el ramo de rosas en un recipiente lleno de agua en la cocina. Tomó asiento en la butaca. 

--¿Cómo te ha ido en Cáceres? –preguntó--. La verdad es que, sabiendo que estabas fuera, no te quise molestar. Aniceto ha cuidado de mí todo el tiempo. 

--Tienes un hermano magnífico. Puedo estar tranquilo con él –dijo Rosendo sentándose en una silla frente a la chica---. He estado en Cáceres, peleando por las obras del regadío. Hoy tengo mucho que hacer, pero le pedí permiso a don Evaristo para venir a verte. 

--¿Quieres un vaso de batido? –ofreció ella--. No querrás vino tan temprano. 

Rosendo bajó la mirada mientras consumía la refrescante bebida; por primera vez, desde que había llegado, comenzó a dar muestras de un leve nerviosismo. 

Cuando elevó los ojos, la mujer se encontraba de pie junto a la ventana, con las manos apoyadas en el cabecero del sillón. Las líneas estilizadas de su perfil conformaban la tez pálida, y los senos se adivinaban pequeños, sin sujeción, a través del tejido opaco de la bata. 

Ante el examen escrutador de Rosendo, Gertrudis, azorada, se volvió y reclinó la frente en el marco de la ventana. 

--Mi Venus —musitó, con veneración, Rosendo a la vez que un calor intenso le invadía las mejillas. Se acercó—. Soy tan feliz cuando estoy a tu lado... 

Al contacto de la mano masculina sobre su hombro, ella se estremeció y apartó la mirada hacia la cegadora luz del sol, que temblaba en el mercurio del pilón. Una sombra de melancolía amortiguó la vivacidad de sus ojos, mientras que una ráfaga de aire agitaba las etéreas puntas de sus cabellos. 

--Cariño, quiero hablar contigo —dijo Rosendo con voz queda—. Como sabes, tengo un empleo fijo, vivo solo y estoy bien mirado por la gente de aquí—hizo una pausa para extraer del bolsillo un estuche oscuro. 

La joven se quedó mirando el pequeño objeto. 

--Ábrelo. 

Gertrudis obedeció, y ante sus ojos apareció una hermosa alianza labrada en oro, medio enterrada en un montículo de terciopelo. 

--Rosendo, esto es... —hizo ademán de devolver el anillo—.No puedo aceptarlo.

--¿Por qué? Es para ti –se produjo una corta vacilación—. Te amo, Gertru. ¿Quieres casarte conmigo? --soltó, valientemente, Rosendo. 

La chica dio un respingo ante la esperada y temida declaración de Rosendo. Se mordió la uña del pulgar y miró al exterior, buscando la salida del pantanoso atolladero en que poco a poco se había ido metiendo. 

Cómo envidiaba la solidez del abrevadero, que se extendía, bajo y largo, encendido en un gris cálido por efecto del sol. Cómo deseaba poseer una fuerza de ánimo similar a la robusta pesadez de aquella construcción de cemento. 

Antes de darse por vencida, abrazó con la mirada las dos filas de moreras, que formaban, con troncos y copas, una especie de ánima de cañón con una salvadora luz al final. 

Súbitamente, reanudó su característico roce metálico la pala de Aniceto, arrebañando tierra una vez tras otra. Aquellos sonidos familiares mantuvieron a Gertrudis en vilo unos segundos, el tiempo suficiente para darse cuenta de que nunca llegaría a amar a Rosendo; su corazón se hallaba a los pies de su amante, su propio hermano, sobre todo después de haber conocido la potencia viril de éste, a la que se pegaba como una abeja a la miel, incapaz de volar libre. 

--No sé si estoy preparada para dar un paso de tal envergadura, Rosendo –argumentó como evasiva o excusa. 

--No todos estamos preparados para dar un paso así, pero si se ama a la otra persona, se confía en ella. El matrimonio es asunto de dos. Por eso, déjame ayudarte. No tengas miedo. 

--Hay otra cosa. Yo vivo con Aniceto. ¿Qué va a ser de él? --alegó ella aún a la defensiva. 

--Mi vida —rió Rosendo—-, ya había pensado en ello. ¿Cómo puedo pretender separaros: Tu hermano y tú sois uña y carne. Que se venga a vivir con nosotros. 

El blanco de los ojos de Rosendo había enrojecido detrás de los impolutos cristales de sus gafas. Aquel hombre estaba planificando con decisión un cambio en su futuro al solicitar en matrimonio a la mujer que amaba, un proyecto que había estado fraguando durante largo tiempo. Su fino olfato le había aconsejado que aquél era el día ideal para exponer sus deseos con posibilidad de éxito. 

Gertrudis halló por fin respuesta al ruego dirigido a los árboles minutos antes; una idea brilló en su cerebro. Rosendo constituía un buen partido para cualquier chica del lugar, y, antes de que se lo llevara otra, sería para ella. Además, aquel matrimonio serviría de excelente tapadera para acallar posibles murmuraciones acerca de la prolongada convivencia de los dos hermanos. 

Se esforzó por disimular cualquier asomo de alegría ante la oportuna ocurrencia. 

--¿Te vendrías a vivir aquí? -inquirió ella, perspicaz—. Aniceto no puede dejar su trabajo; está hecho a esto, y yo también. 

Rosendo interpretó que aquello representaba un sí camuflado. Acarició el mentón de Gertrudis con los dedos y la besó en los labios con suavidad. Abrazándola, le susurró al oído: 

--Eso no es problema, amor. ¿Qué me contestas? 

Hacía unos minutos que la pala de Aniceto había cesado de herir la tierra. Gertrudis se encontró sola y decidió aplazar la respuesta unos momentos. Al final pronunció un breve sí. El hombre se separó de ella con un suspiro de alivio y le tomó las manos. 

Un crujido en la puerta trasera, al ser abierta, avisó que alguien entraba, procedente del cementerio; Aniceto, con el pecho desnudo y cubierto de sudor, traía un sombrero de paja en la mano. 

--Hola, tórtolos -saludó, colgando la prenda de cabeza en una silla, y se encaminó hacia la cocina-. No sabía que habías vuelto de la capital, Rosendo. ¿Cómo han ido las cosas por allá? ¿Se soluciona lo del riego? 

--Casi. Sólo faltan unos datos por parte de la corporación. Llegué a medianoche. Hoy estoy trabajando y he venido en cuanto me enteré del accidente de Gertrudis. 

Aniceto nunca había albergado resentimiento alguno contra Rosendo, incluso lo apreciaba; pero al verle estrechando las manos de Gertrudis, no pudo detener el vendaval de enojo que deshacía las dunas de su alma. 

Gertrudis se liberó con suavidad del que era ya su prometido y caminó hacia el centro del comedor, para situarse en medio de los dos hombres. 

--Rosendo me ha pedido en matrimonio—dijo mostrando la sortija que lucía en su mano izquierda y miró a su hermano, cuya borrasca espiritual no amainaba. 

Aniceto sabía que Rosendo estaba locamente enamorado de Gertrudis, pero nunca había supuesto que se produciría la noticia de la boda tan pronto, o que ésta llegara a producirse. 

Abrió el grifo del fregadero para que el agua le arrebatara el polvo de las manos y antebrazos. El reconfortante contacto de la piel con la frescura del líquido le tranquilizó lo suficiente para poder mirar cara a cara, sin turbación, a quien pretendía robarle lo que más quería. 

--Tú ya me conoces—apuntó Rosendo--. Voy en serio con tu hermana. 

--Sí, sí, claro...—dijo Aniceto--. Es que me ha pillado por sorpresa. 

--Aniceto, no quiero separarme de ti --intervino Gertrudis intuyendo la inquietud de su hermano--. A Rosendo no le importa venirse a vivir aquí, a la casa, con nosotros. 

--Entonces ya está dicho todo, ¿no? --apostilló Rosendo, satisfecho--. Fijamos la fecha de la boda para dentro de un mes, el 12 de septiembre. ¿Que te parece, Gertru? 

--Lo que tú digas.

--Enhorabuena—dijo al fin Aniceto secándose los brazos y las manos con un trapo. Tomó el sombrero y subió los peldaños de las escaleras de dos en dos. 

Rosendo tuvo que cerrar el grifo del agua.


[1] planta perenne, semejante al espliego
[2] blue jeans
[3] popularmente, niños o jóvenes
[4] arbustos de flores blancas y vistosas
[5] arbustos de madera dura y raíces gruesas, que se utilizan para hacer carbón de fragua
[6] lugar poblado de madroños, un arbusto con fruto pequeño y comestible
[7] vellocino, toda la lana de un camello u oveja
[8] pajarillos muy comunes en España
[9] silla de brazos con el respaldo inclinado hacia atrás