CAPITULO VIII

Eran las cuatro de la tarde cuando un vehículo frenó de pronto y alteró el pulso de Aniceto. En seguida reconoció el claxon del Land Rover, y Kora se puso a ladrar en la casa. 

A Aniceto se le habían acabado las penas por la ausencia de Gertrudis. Clavó el palustre[1] en un montículo de argamasa y recorrió la distancia que le separaba de la cancela. 

Desde el vehículo se aproximaba la espigada figura de Rosendo, inclinándose hacia la izquierda para compensar el tiro del equipaje colgando de su mano derecha. 

—¿Qué tal, cuñado? -dijo afablemente, soltando con pesadez la maleta en el suelo—. ¿A cuántos has metido bajo tierra? 

Aniceto saludó a Rosendo mientras su mirada se desviaba hacia el Land Rover. Ya se había apeado su hermana, que traía un aspecto cansado y llevaba la rebeca echada sobre los hombros, con el mismo vestido azul que se había puesto a la partida una quincena antes; su cabello no pendía suelto como a Aniceto le gustaba, sino recogido en una cola de caballo, y las islas de sus ojos estaban rodeadas por mares de ojeras. 

Gertrudis soltó el bolso encima del asiento y se abrazó a su hermano. Se saludaron ambos a media voz, como si temieran ser oídos, y al fin intercambiaron un beso en la mejilla en el momento en que Rosendo alcanzaba el umbral.



                                                                       * * *


Hacía apenas una semana que el matrimonio había regresado de su viaje de luna de miel, y la vida en el hogar de los Hervás había ido cambiando sustancialmente en muchos aspectos. 

Aniceto se abrigaba y marchaba al cementerio cada mañana temprano, cautivo de un extremo aislamiento, superior al que le había dominado antes de la boda, a pesar de la proximidad de su hermana. Tanto era su deseo de poseerla como su inaccesibilidad a ella debido a la pegajosa presencia de Rosendo, que se encontraba disfrutando aún de sus vacaciones anuales como continuación del permiso por matrimonio. 

El otoño plantaba su sello de tristeza por los campos de la comarca. Ya no templaba el sol los pastizales de oro viejo, sobre el que destacaban los verdes perennes de los castaños y encinares. Las lluvias habían hecho su aparición en un par de ocasiones, y ése era el motivo de que los tonos dorados del campo fuesen sustituidos paulatinamente por verdes frescos. 

Las moreras se veían cada vez mas desnudas, y los álamos de la margen opuesta del río se convertían en esqueletos raquíticos. 

Empujándose unas a otras, las cabras siempre llevaban prisa por volver, por las tardes, a la majada y guarecerse del frío. 

Aniceto empezó a detestar su solitario y preferido rincón junto a los cipreses, porque desde allí escuchaba la exultante risa de su cuñado y, en ocasiones, hasta ruido de carreras en la casa. 

Era en las pausas del trabajo cuando se hundía el mundo bajo sus pies, y su espíritu era arañado por el diamante de la melancolía. A pesar del alborozo de Rosendo, el sepulturero sabía que Gertrudis no podía ser feliz en los brazos de aquel hombre; lo notaba en las sombras que día a día se hacían patentes con mayor arraigo en el rostro de su hermana; en aquellos ojazos oscuros, que antes deslumbraban y ahora zozobraban en sus propias cuencas como naves yéndose a pique. 

Hacía un cuarto de hora que Rosendo se había marchado al pueblo, a buscar la compra. Gertrudis recogió los cacharros de la cena del día anterior y decidió ir a darles de comer a los otros habitantes de la casa: dos gallos negros con aire agarbado y varias hembras de plumaje marrón, que picoteaban acá y allá, entre latas de pintura y gallinaza. Aniceto decía que a estos animalitos había que mimarlos como si fueran príncipes, pues mientras más comiesen, mejor se alimentaría la familia. 

Esa mañana había amanecido cubierta. En el aire gris, presagiando lluvia, flotaba el punzante olor de una hoguera, que devoraba una vieja corona de flores y los despojos de una exhumación junto al muro norte, el opuesto a la trasera de la casa, al otro lado del cementerio. 

Por encima de la pared asomaba, desde el exterior, la vieja encina, por cuyo tronco Aniceto, de niño, había subido y bajado centenares de veces. 

El humeante espectáculo era observado por el enterrador desde un banco, con la cabeza indinada en actitud pensativa, mientras su mano izquierda sostenía un cigarrillo sin encender. 

En la ardiente pira, un trozo de mortaja amarilla se retorció entre las llamas, y gruesas volutas de humo estrellaron un racimo de chispas en la copa del árbol. 

Unos cacareos hicieron que Aniceto se girase hacia el gallinero, donde Gertrudis estaba esparciendo sobras de comida de un plato con la ayuda de un tenedor. 

Nuestro hombre ansiaba una reacción positiva de su hermana hacia él, pues desde que ella había retornado del viaje de novios, no había tenido aún la oportunidad de abordarla a solas con calma. 

Instantes después, el sepulturero pisó el suelo de la vivienda. Gertrudis, subida en una escalera de caballete, limpiaba el techo del aparador. Al estirarse hacia arriba para poder abarcar el ancho del mueble, dejó al descubierto la mitad de sus muslos. 

Poseído por una insoportable excitación, Aniceto se acercó a hurtadillas y le agarró las piernas con tal fuerza que su hermana estuvo a punto de caer. 

Ella se volvió rápidamente para mirar hacia abajo, con un gesto de sorpresa.

—¿Qué haces? —preguntó. 

Aniceto calló. Desconocía, receloso, la reacción que podría tener Gertrudis, que descendió de la escalera. 

—Hace tanto que no te tengo -dijo él con temor. 

—Y yo. ¿Tú crees que no te necesito? -fue la respuesta con desparpajo de ella—. Es horrible tener que cumplir con un hombre al que no amo y soportar unas caricias que no despiertan nada en mí, pero tengo que disimular, ¿entiendes? Abrázame -se aferró al cuello de su hermano—. Con esa peste a muerto, ninguna te va a querer, sólo yo; así serás trofeo exclusivo mío. 

Gertrudis tomó de la mano a Aniceto y lo condujo hasta la mesa, situada en el centro del comedor. 

—Mejor arriba, en la cama -señaló Aniceto adivinando las intenciones de ella. 

—No, aquí mismo. Ven, no puedo pasar un día más sin que me sobes. Si no hubieras entrado tú por esa puerta, habría ido yo a buscarte. 

Un rayo de alegría alumbró las facciones secas de Aniceto al constatar que había evaluado erróneamente el interés de su hermana por él. 

Tan pronto como el enterrador hubo echado el cerrojo por dentro, Gertrudis se alzó la falda de cintura para arriba y se tendió de bruces sobre la mesa para dejar al descubierto dos prominentes globos de carne aterciopelada y apetitosa, merecidos atributos de un cuerpo femenino joven. 

Aniceto abrió la boca, jadeante de lujuria. Con desbordante sed de lascivia por una larga abstinencia y los celos contenidos, desgarró la prenda íntima de su hermana. Al fin recuperaba su inalcanzable estrella. Poseyó a la diosa de sus sueños introduciéndole su enhiesto ariete desde atrás. 

En menos de un minuto, los dos rompieron a llorar de gozo.


[1] paleta de albañil