CAPITULO XI

Cuando el farmacéutico le comunicó a Gertrudis Losada que estaba encinta, tal fue el gesto de estupor de la mujer que aquél tuvo que colocarle el documento con el resultado del análisis frente a los ojos, para que ella misma diera crédito a lo que acababa de oír. 

De regreso a casa, al volante del Renault-8, Gertrudis intentaba reponerse del golpe recibido después de conocer la causa de sus dos faltas en la regla. Parecía que le habían caído unos años encima. 

En lo intrigante de la nueva situación, se preguntaba qué iba a ser de aquella vida que ya había empezado a gestarse en su vientre. Desde luego, aquel hijo no había sido deseado por ella aunque Rosendo había manifestado siempre sus intenciones de ser padre. 

Gertrudis se sentía culpable porque el bebé estaba destinado a venir a un hogar que cobijaba a unos esposos sin amor, a engrosar una familia en que el clima predominante era la algidez en grado sumo; una nevada que ella misma se había encargado de acumular. 

Desde la esquina de la calle Valiente, Gertrudis vio a Elvira barriendo la puerta del bazar. A punto estuvo de llamar la atención de su amiga; sin embargo, desistió y siguió conduciendo calle abajo, hacia la salida de la aldea. No podía precipitarse, tenía que callar de momento. Se encontraba en una seria encrucijada, a la que le había conducido su propia frivolidad. 

Se maldijo por su mala suerte, por no haberse negado a la oferta de matrimonio de Rosendo, pero sacó en conclusión que la tapadera para encubrir su incestuosa relación con Aniceto debía tener un precio bastante alto. 

Ya cerca de casa, continuó discurriendo con calma cuando pasó bajo las primeras moreras, privadas de follaje. Tenía que darle el notición a su marido. 

Un pensamiento empezó a cimentarse en su cerebro; no renunciaría a ser madre. Le aguijoneaban los instintos maternos sin que ella se percatase de ellos. 


* * *


Para Gertrudis resultaron difíciles los días posteriores al conocimiento de su embarazo, con los síntomas propios, entre ellos unas náuseas matutinas, que surgieron de improviso y sin interrupción. 

—Estoy aterrada. Es mi primer embarazo, don Servando. ¿Será que mi cuerpo no acepta al niño? 

El galeno tranquilizó a la pareja, asegurando que las desagradables molestias deberían remitir en el plazo de dos meses. Una vez en la calle, Rosendo llevó, solicito, a su mujer hasta el Land Rover. 

—Cuando te deje, pasaré por la tienda y le diré a Elvira que se dé una vuelta por las mañanas para que te eche una mano. Recuerda que no debes hacer esfuerzos. 

En los días siguientes, pocas posibilidades de verse tuvieron los hermanos ante la presencia de la buena de Elvira, que llegaba a las diez de la mañana al cementerio. 

Una de las razones por las que ésta había aceptado hacer el favor era, además de la gran amistad que le unía al matrimonio, el deseo de abandonar la rutina diaria del negocio, lo que le habría causado una acumulación de preocupaciones. No debemos olvidar que Elvira consideraba a Gertrudis como una hija, la que nunca pudo concebir a causa de la esterilidad de Casimiro. 

--Aquí tienes a una mujer mayor, pero con ganas de trabajar todavía—Elvira colocó unas rebanadas de pan en el fuego de la hornilla—. ¿Y tu hermano? Voy a llamarlo para que se coma esas migas que has hecho; huelen a pura gloria. 

Gertrudis sufría terriblemente no sólo por las arcadas de las náuseas sino por el fuerte tufo que despedía el pan tostado en la candela. 

Esa mañana, el sepulturero desayunó en compañía de las dos mujeres como venía haciendo desde que la esposa de Casimiro frecuentaba la casa. Aniceto se entretenía en conversar con la visita para que su mirada no se detuviese demasiado en el rostro de Gertrudis. 

Aquel mediodía, Elvira volvió al pueblo, satisfecha de ser útil a los dos hermanos.


                                                                            * * *


La estación otoñal estaba a punto de sucumbir, y durante las noches ya caían heladas en el valle como para saturar las dehesas con una fina blancura. 

Muy temprano, el cristal frontal del R-8 de Aniceto aparecía cubierto por una costra dura de hielo, sobre la que descansaban las grisáceas saetas de los limpiaparabrisas. La superficie transparente del abrevadero amanecía formando una lámina sólida, que era fundida por el sol hacia media mañana. 

Cuando las cabras se empinaban en el borde del pilón en busca de agua, daban un respingo hacia atrás, sobrecogidas por el repeluzno que les producía en los belfos la frialdad congelada. Detrás nunca faltaba Pasitos, el cabrero, que se acercaba cojeando y dando voces, abrigado hasta los ojos y con la cachava bajo el brazo. 

Entre las moreras, cubiertas por una tenue gasa, se alejaba el Land Rover de Rosendo, cada día muy temprano, dejando un rastro de lodo y hielo en el camino bajo el vaporoso hálito del escape. 

La marcha de Rosendo al trabajo acaecía casi cronométricamente y beneficiaba a Gertrudis y Aniceto, que aprovechaban las ausencias del esposo y aquellas esporádicas de Elvira para prodigarse placer mutuamente, sin que se extinguiese el fuego de su pasión. 

Todo les parecía poco para entregarse al goce en plenitud; un manjar cuyo disfrute estaba salpicado de riesgos. De tal modo habían perdido los hermanos el pudor que ya no les quedaba rincón de sus cuerpos por explorar. Además, contaban con la clandestinidad que ofrecía la ubicación retirada de la casa. 

Rosendo, mientras tanto, llevaba una vida normal, desempeñando sus funciones como secretario en el ayuntamiento. Se había vuelto más comunicativo y no rehuía de los comentarios y chistes de don Evaristo: “¡Qué buenos tiempos! Engracia paría como una coneja. Claro, conmigo a la vera”, dijo y se permitió sugerirle al funcionario que eligiera para el futuro neófito el nombre del padre. “Ya me imagino llamándole Rosendín”. 

Aquel hombre, lleno de humanidad, no aparcaba nunca un buen humor que rayaba con la estupidez. Rosendo ignoró la jocosa ocurrencia de su jefe, pues ya había decidido ponerle al retoño el nombre del abuelo, Ramón, para perpetuar la memoria del anciano fallecido cinco años atrás, poco después de su jubilación; un hombre que había sido ejemplo de lucha y tesón para la familia y que fue sacudido por un infarto fulminante justo cuando se aprestaba a disfrutar de los merecidos años del retiro. 

Rosendo no sería sólo el amante esposo de una mujer por la que estaría dispuesto a darlo todo, sino que sus cuidados y esmeros deberían ser dirigidos también al infantil regalo de Dios. 

Sintió temor ante la nueva responsabilidad, el inevitable reto que le presentaba la vida. Ser padre no era menester fácil, pues había sido testigo de ello en su propia familia, inmersa en una severidad y un rigor ancestrales. 

Contempló la estilográfica[1] sobre su mesa de trabajo y se puso a jugar distraídamente con la pieza que servía de capuchón, tapando y destapando el precioso regalo de boda de Casimiro y Elvira. De algo estaba seguro a esas alturas: no educaría a su hijo en un ambiente de estricto confinamiento como había sido su caso; le daría una formación basada en las buenas costumbres y en la religión católica, pero no deseaba internados para él. 

Los timbrazos repentinos del teléfono de su mesa le retornaron a la realidad inmediata. 




[1] pluma con depósito interior de tinta