CAPITULO XIV



--¿Te pasa algo, Rosendo? -preguntó el alcalde, dentro de la Providencia, a donde se había dirigido con Casimiro y el secretario a tomar el desayuno. 

Los tres habían llegado al bar caminando por estrechos callejones y pasadizos, impregnados de un leve calabobos, que era la confirmación del asentamiento definitivo del otoño en la Sierra de Gata. Gertrudis y Rosendo llevaban ya un año casados. 

Este permanecía en silencio ante su café; nadie podía adivinar, ni por asomo, el motivo real de su desconcierto y la pesadumbre que anidaba en su espíritu. 

Desde que Gertrudis había dado a luz dos meses atrás, los esposos habían hecho el amor una sola vez. El marido se sentía como guardián que custodia un tesoro que no le pertenece.

—Me marcho -dijo de sopetón—. Perdone, don Evaristo, no me encuentro bien. 

—Claro, sin problemas -asintió el alcalde, preocupado. 

—Te acompaño —se ofreció Casimiro. 

—Prefiero ir solo. 

Rosendo necesitaba respirar aire limpio; salir de la atmósfera saturada del establecimiento, donde las voces ásperas de unos campesinos, comentando la prodigalidad de las próximas cosechas, le estaban produciendo un tremendo malestar. 

Mientras tanto, en la casa, Aniceto y Gertrudis se habían estado dispensando, durante cerca de dos horas, toda clase de ternezas y caricias. Las yemas de los dedos de ella producían escalofríos en la piel morena y curtida de él. 

Ambos cuerpos temblaban al más leve contacto, y el semblante de Gertrudis reflejaba una satisfacción fuera de lo común. Gratificante resultaba aquel encuentro para ambos; en la última semana, ella y su hermano habían hecho todo lo posible para reencontrar el sendero de la felicidad; hasta tal punto se habían involucrado en la relación que se habían vueltos excesivamente descuidados. 

Tras abandonar la Providencia, Rosendo condujo el Land Rover hasta los límites del pueblo. No se sentía capaz de hacer otra cosa en su estado de ánimo; tan abatido se encontraba que un impulso repentino le hizo quitar el pie del acelerador. El vehículo continuó su marcha por inercia hasta que se caló el motor. El Land Rover se detuvo, con una sacudida, en el arcén[1] derecho. 

Lloviznaba otra vez. Desde el alba, las primeras aguas otoñales habían refrescado la vegetación. En la plataforma lisa del valle, la arboleda zigzagueaba sin interferir con el curso del Árrago. 

Rosendo encendió un cigarrillo, pero lo aplastó en el cenicero después de la segunda calada. Sentía el ácido de la hiel en el cielo de la boca. ¿A qué se debía el desapego de Gertrudis? Le martilleaba aquella duda. El hombre estaba al filo de la desesperación. Los deseos de tener un nuevo hijo se debilitaban ante el desinterés reiterado de su esposa. Le costaba mantener los párpados abiertos y por fin, vencido por el estrés, cerró los ojos.



                                                                             * * *


Una ducha repentina de lluvia cayó sobre el parabrisas. Sobresaltado, Rosendo dio un respingo y miró el reloj del salpicadero. Había dormido durante más de dos horas. Arrancó y maniobró para salir al asfalto. Tenía que llegar a casa; tenía que ver a Gertrudis y dialogar con ella, averiguar qué diablos le ocurría. 

Cuando alcanzó los dos pilares de donde arrancaba el sendero de los eucaliptos hasta el Árrago, Rosendo detuvo el vehículo para que tres cabras cruzasen trotando e invadiesen el monte bajo en dirección al río. Procedían del cementerio; una de ellas iba preñada y rozaba el vientre con pesadez sobre la hierba, bajo la presión de la lluvia en el pelaje. 

Rosendo se asfixiaba. Bajó del vehículo, decidido a recorrer a pie la distancia hasta la casa como si temiera enfrentarse a Gertrudis y quisiera aplazar un inevitable encuentro. No tomó el camino de las moreras sino una senda paralela a aquél. Necesitaba recibir la refrescante y bienvenida aspersión de la lluvia en su ancha frente, en la ropa, en todo el cuerpo. 

El trayecto se le antojó infinito. Se le clavaban innumerables gotitas en las gafas; paulatinamente, iba adquiriendo una visión deforme y fantasmagórica del entorno.



                                                                           * * *


El sonido súbito de la llave girando en la cerradura de abajo interrumpió el embelesamiento de los amantes. 

--¡Vete a tu habitación! –exclamó Gertrudis ahogando la voz para no ser oída. 

Aniceto se puso en pie de un salto, cogió su ropa y salió disparado hacia su dormitorio cuando sonaban ya los primeros pasos en la planta baja. Una vez dentro del cuarto, el sepulturero cerró la puerta, girando el pomo con suavidad para no hacer ruido. 

—¿Todavía estás en la cama? —preguntó Rosendo al entrar. Traía la ropa totalmente empapada y sus ojos quedaban ocultos tras una maraña líquida adherida a los lentes. 

—Tenía dolor de cabeza, y me eché un rato. 

Rosendo recorrió la habitación con la mirada. Se sentó al borde de la cama, suspiró y guardó silencio. En la cuna respiraba, entregado al sueño, su hijito. 

De pronto, sin mediar discurso, cogió la colcha que Gertrudis aferraba para cubrirse hasta los hombros. Cuando fue a tirar de la ropa de cama hacia abajo, se lo impidió la obstinada resistencia de su mujer. 

Después de un par de rabiosos intentos, consiguió al fin dejar al descubierto la fuente de sus deseos hasta las rodillas. Gertrudis, en un ademán de autodefensa, volvió a ocultar sus zonas pudendas, y Rosendo se puso en pie. Había llegado al límite de la paciencia. Ya era inevitable un diálogo a fondo con su esposa. 

En el exterior, la lluvia se enardecía con un sonoro aguacero, que dejaba caer infinitud de sesgados alfileres. De las inquietas moreras se desprendían las hojas que les quedaban, zamarreadas por el viento hasta acabar mezcladas con el barro del camino. Las copas no eran más que manchas grises de trazado impreciso a causa de la cortina de agua, y, a lo lejos, habían quedado borrosos los remates de los imponentes eucaliptos. 

La sorpresa de Rosendo no tuvo límites cuando captó a través de la ventana una sombra momentánea que se desvaneció entre los árboles. Aquello eliminó definitivamente las perspectivas de una conversación distendida.

—¡Aquí ha estado alguien! -exclamó, dominado por la cólera. 

—¿A qué te refieres? 

—¿Y me lo preguntas, so puta? -aquel insulto le salió sin pensar, desmedido y, antes de que pudiera reprimirse, alzó un puño amenazante por encima del rostro de Gertrudis—. ¿Me merezco esto? ¿Quién carajo era? -repitió descargando el puño contra la almohada por no hacerlo contra la cara de su mujer. 

 —¡Aquí no había nadie! Por la gloria de mis padres que te vas a tragar esa palabra — amenazó Gertrudis—. ¡Nadie me llama puta y mucho menos tú, que eres un cero a la izquierda! ¡Largo! 

Rosendo abandonó la habitación, ciego de rabia y desconcierto. Bajó al comedor. Tenía que calmarse. Aquella sombra o lo que fuese, huyendo por el camino, lo había estropeado todo. No sabía qué pensar; tal vez Gertrudis llevaba razón porque, en realidad, ¿quién se acercaría a aquel lugar en un día tan desapacible? 

Mientras tanto, Aniceto, que había conseguido salir de la casa, sin ser visto ni oído, a través de la puerta principal abierta, se encontraba parado bajo el chaparrón. “Esto tenía que pasar”, se repetía, hecho un haz de nervios, temiendo por la integridad de Gertrudis. 

Se deslizó, pegado a la tapia, hasta la verja donde reparó con estupor que los barrotes no cedían al empuje de las manos. En el atolondramiento de la huída había olvidado la llave. Aniceto a veces se encerraba por dentro mientras trabajaba en el cementerio y regresaba a la casa por la puerta del corral.  
Procuró serenarse. Hilos de lluvia formaban una espesa gasa delante de sus ojos. El frío le invadía el alma y sus labios tiritaban. 

Súbitamente, le llegó la solución, y se recriminó a sí mismo por no haberla pensado antes. Junto a la pared norte, la opuesta a la de la vivienda, se alzaba la vieja encina con el tronco doblado, cuya rama más gruesa se adentraba unos metros dentro del camposanto, cabalgando por encima de la tapia. No le sería difícil ascender hasta la copa; muchas veces lo había hecho, de niño, ignorando las recomendaciones de su madre. 

El sepulturero corrió hasta la esquina que formaban las paredes este y sur. Desde allí dobló a la izquierda para ganar la pared norte, donde se alzaba el providencial trampolín. Se aferró al tronco del árbol y subió hasta el estrecho puente de salvación que se extendía sobre la cima del muro, sembrada de trozos de cristal. Ya arriba, una vez situado en el extremo de la rama, divisó con alivio el bulto espigado de Rosendo sobre el fondo iluminado del comedor. 

Aniceto aún tenía tiempo de llegar hasta los cipreses. Su intención era aparentar a toda costa que no había abandonado el interior del cementerio en ningún momento. 

De pronto, se apagó la luz en la casa. Sin más dilación, el sepulturero, como un simio, se afianzó a las ramas para quedarse colgando durante unos segundos. Posteriormente, se dejó caer desde una altura de cerca de dos metros y corrió veloz hacia los árboles cuando Rosendo pedía a gritos que abriesen la cancela; en su ofuscación, no se había percatado que podía haber salido al cementerio por la puerta trasera. 

—¡Abre! --exclamó Rosendo agitando los barrotes —. ¡Abre de una vez! 

—jQué pasa, Rosendo? -respondió Aniceto, fingiendo alarma. 

—Alguien ha estado merodeando por la casa. Lo he visto de refilón por el camino — dijo Rosendo respirando con dificultad. 

Estaba sin gafas, demacrado, y con los cabellos revueltos en toda la amplitud de su frente.

—Como no sea Pasitos. El viene todos los días a traernos la leche. ¿Ha ocurrido algo? Tienes mala cara. 

—Nada. No...No ha pasado nada... -dijo Rosendo, derrotado, quien recordó que, en el momento de salir hacía unos instantes de la casa, había visto en el portal el cuenco de leche que el pastor traía todos los días. Efectivamente, todo encajaba, y llegó a la conclusión de que era Antonio al que había visto desaparecer entre las moreras. 

Se reconoció a sí mismo que había sido un estúpido al haberse dejado llevar por los nervios, y que su conducta no habría hecho más que resquebrajar del todo la ya deteriorada relación con su mujer. 

Aniceto, por su parte, confiaba en la sagacidad de Gertrudis, en que ésta no hubiese hecho mención de su presencia en la casa minutos antes. 

Para tranquilidad de Aniceto, su cuñado no insistió en entrar; dio media vuelta y regresó lentamente por donde había venido, con la cabeza agachada. Por detrás, parecía una momia con mortaja gris, empapada por la lluvia. 



[1] berma