CAPITULO XVI

Ramoncito cumplió seis meses poco antes de que finalizase el año, y Gertrudis no acababa de reponerse de las secuelas psíquicas que le había dejado el traumático parto, acrecentadas por la aberrante y encubierta situación entre su hermano y ella. 

Aunque las celebraciones navideñas habían quedado oscurecidas por la enfermedad del niño, la vida en el seno de la familia Hervás, ora por cansancio, ora por amor al crío, tendía hacia una tímida normalidad, tácitamente acordada. 

La víspera de la Epifanía, la pareja recibió de Cáceres una citación de la seguridad social, para que se presentasen en la consulta del doctor Sepúlveda. 

Rosendo, a pesar de su frustración, hacía esfuerzos por mostrarse cariñoso con su esposa. Dejó de acudir a la Providencia por las tardes y regresaba directamente a casa, al volante del Land Rover. Sólo disponía de tiempo para Gertrudis y Ramoncito. En lo que respecta a Aniceto, éste mantenía la calma con total sangre fría, con un magistral y sorprendente dominio de sí mismo. 

Una tarde en que Aniceto no se encontraba en casa, Rosendo, en cuclillas, se ocupaba de apilar ordenadamente unos troncos de olivo en la chimenea. Gertrudis entró cargada hasta la barbilla con matorrales secos. 

--Rosendo -dijo ella, dejando caer el espinoso combustible—. Estoy pensando que deberíamos irnos unos días fuera. ¿Qué te parece si aprovechamos el viaje a la consulta para tomarnos unas vacaciones? 

—¿Y eso? -preguntó el marido con extrañeza y se puso a soplar repetidamente, utilizando la boca como fuelle, para que prendiera el fuego. La llama, que acababa de nacer con la ayuda de unos periódicos viejos, se extendió por el diminuto bosque de ramitas y hojas secas en el piso de la chimenea. 

—Me ahogo aquí dentro. 

--Qué raro, cariño. Tú estás acostumbrada a esto; tu vida se ha desenvuelto siempre entre estas paredes. ¿Y Aniceto? Nunca has querido estar lejos de él. 

—Sabrá defenderse durante unos días. Vivir pegados a este maldito cementerio no me está sentando bien a pesar de que, como bien dices, siempre he estado en contacto con estas paredes. También me preocupa el niño, y no me gustaría que creciera todo el tiempo en un ambiente así. 

—Yo había pensado que deberíamos independizarnos —dijo Rosendo—. No es que tu hermano estorbe, ni mucho menos; demasiado paciente es con Ramoncito, ya que ni puede hacer ruido para no despertarlo. ¿Qué sugieres que hagamos, Gertru? 

--Aprovechando que tenemos que ir a la consulta del médico para el niño, podríamos quedarnos en la capital un par de días y después hacer un viaje a Portugal. Quería pedirte otra cosa también. 

—No es mala idea. Dime. 

—¿Por qué no compramos una vivienda en Cáceres, un piso? Así podríamos irnos allí los fines de semana y de vacaciones. 

Rosendo, que hacía unos instantes se había sentado a la mesa para rematar y firmar el protocolo del último pleno, cerró el libro de actas y miró circunspecto a su esposa. En sus labios apareció una tímida sonrisa de alivio. 

—De hablar con Aniceto me encargo yo — prosiguió ella—. No voy a negar que me da pena dejarle, pero el niño está antes que nadie. ¿Te haces una idea de lo que sería tener un apartamento nuestro en la ciudad? 

A Rosendo se le avivó la mirada; su expresión había abandonado todo vestigio de rigidez. 

 —Gertrudis -dijo abriendo y cerrando una y otra vez los ojos—. ¿Sabes lo que estás diciendo? ¿Estás segura? 

---¿No me crees? 

--Sí, claro, pero no deja de sorprenderme. Quería hablar contigo, pero te has adelantado. Cuánto me alegra que tuviéramos pensamientos parecidos. Hablaré con don Evaristo; él me debe unos días de permiso. Me los debía haber tomado antes de Año Nuevo, pero seguro que no tiene inconveniente en dármelos ahora. Decidido --Rosendo dio una palmada en la mesa y se levantó—. Nos vamos dentro de cinco días, en cuanto finiquite unas cosas en el ayuntamiento. 

Gertrudis se aupó sobre las puntas de los pies y le dio un beso en los labios a su marido, que se sintió como un escolar en el último día de clase ante unas largas vacaciones. El hecho de que la idea hubiese partido de ella y la conducta de acercamiento de su mujer colmaron de agua el pozo vacío de su existencia. 

A instancias del hombre, la pareja se dirigió hacia la escalera del dormitorio. 

Cuando Gertrudis cruzó por delante de la ventana que daba al camposanto, vio el inconfundible sombrero de paja de su hermano surgir y desaparecer en el lago nevado de cruces. Aniceto estaba enterrado hasta el cuello en una fosa. “Perdóname, amor”, pensó para sí misma a la vez que unas lágrimas repentinas le escocían los ojos.