CAPITULO XVII



--Aquí se está como en familia.

—Que habitación tiene usted?

Rosendo fue despertado por estas frases triviales, dichas por unos interlocutores de marcado acento castellano en el pasillo de la pensión donde se encontraba hospedado con Gertrudis, en Cáceres. Seguidamente, sonaron los fuertes zapatazos de un mozalbete corriendo por la calle.

Los ojos de Rosendo se abrieron a la luz del alba, tamizada a través de una espesa cortina que caía en largos pliegues por debajo del alféizar de la ventana. Después, se detuvieron en el espejo de un armario remozado, donde se reflejaban los objetos cercanos. Una mesita mostraba el bolso de Gertrudis, las gafas y el reloj de pulsera de Rosendo.

El rincón junto a la ventana acogía, en sus sombras, un lavabo con dos grifos, un espejo y un toallero. Para Rosendo la evidente ranciedad del mobiliario de aquel hostal céntrico desprendía un aire melancólico, que conjugaba con la penumbra de la habitación.

Rosendo se alegró de ver el nuevo día con su mujer a la vera, traspuesta y encogida bajo el peso liviano de una colcha de estrías azules, cuyos flecos rozaban el piso.

Aquella ciudad, en la que él había estudiado y que le vio partir años antes, despertaba en su alma una avidez por revivir antiguas sensaciones, lo que no impedía que todo su afán ahora consistiese en rehacer su vida con Gertrudis y encarar los mayores sacrificios y retos con tal de hacerla feliz.

—Quince días—llegó a oídos de Rosendo la voz apagada de uno de los huéspedes que conversaban en el pasillo mientras sonaba a cristal de Bohemia la campana de una iglesia próxima.

Al despedirse los del corredor, se produjo el sonido repentino y seco de un cerrojo. Rosendo pensó que aquellas dos personas no se verían más; sin embargo, había surgido una chispa de cordialidad entre ellas. Aquella charla sin trascendencia alguna, aquellos murmullos remotos, habían producido en él un efecto lenitivo y esperanzador contra sus zozobras.

¿Estaba en el buen camino para olvidar su desastrosa vida, las desavenencias con Gertrudis? Tenía la impresión de que había encontrado el remedio para su infelicidad. Un buen augurio era el propósito de enmienda que su mujer había demostrado antes de abandonar Cadalso.

Una lámpara se cernía desde el techo, rodeada por una enorme toca tupida de encajes, apropiada para albergar la cabeza de un gigante.

Cada minuto que transcurría, la luz de la ventana dejaba marcas cada vez más amplias y encendidas en la pared. Rosendo pulsó el interruptor de perilla sobre la cabecera, y tuvo que mirar al techo para asegurarse de que la bombilla de la lámpara se había encendido; tal era ya el resplandor matutino que había logrado cruzar la gruesa cortina. Gertrudis se removió con un suspiro.


                                                                              * * *


Ríos Verdes, la calle de la pensión, era una pendiente suave que bajaba por un pavimento gris pardo y aceras que pugnaban por no sobresalir de las paredes. Adosados a éstas, casi a la altura de los aleros, una fila de tres faroles lúgubres señalaba el descenso hasta la esquina.

Gertrudis se estremeció al contemplar el siniestro hueco de un ventanuco con barrotes, que daba la impresión de haber pertenecido a una prisión. Los pasos de la pareja resonaban pausadamente entre muros de un blanco desvaído.

Rosendo y Gertrudis giraron por el callejón Andrada para ganar la Plaza Mayor, donde la rugosidad de las baldosas aparecían humedecidas por el relente nocturno. Se detuvieron debajo de unos pórticos.

Era fría la mañana, pero el día invernal se presentaba con un azul intenso. Unos pájaros planeaban en círculos, lanzando graznidos por encima de tejados que parecían flotar sobre balcones estrechos. 

Aquella escena y las piedras circundantes hicieron resucitar viejos recuerdos en el cerebro de Rosendo: las carreras por la plaza detrás de los mozalbetes de su edad; Irene, la chica que se había enamorado perdidamente de él y por la que no llegó a sentir una atracción fuerte. A Rosendo no le importó, en aquellos años de inquietudes juveniles, abandonar la ciudad para llevar una vida sosegada en una aldea cercana a Las Hurdes.

Cuando Rosendo volvió a la realidad, Gertrudis había entrado en un bar amplio, lleno de clientes, y ocupaba un velador con dos sillas al pie de un ventanal de cristal oscuro.

Al otro lado de la plaza, se besaban, en actitud irreverente, un chico y una chica apoyados sobre la balaustrada del Arco de la Estrella. Rosendo, con ánimo de simpatizar, advirtió a su mujer de la presencia de los descarados; pero ella se limitó a reaccionar con una mueca de indiferencia.

Con desconcierto, el hombre se dirigió a la barra y pidió un desayuno con dos raciones de migas. Aquél era el primer día de unas minivacaciones para que “el matrimonio saldara sus pequeñas rencillas”, como le había dicho Casimiro. Rosendo resolvió no atosigar a Gertrudis, que miraba pensativa hacia la balaustrada; ya tendría tiempo de demostrarle sus dotes de fervoroso enamorado. 

Cuando el camarero trajo el servicio, comenzaron a sonar las diez en el pequeño reloj del ayuntamiento, un pesado palacete, a cuyos balcones se asomaban cristales teñidos de azul pardusco.



                                                                            * * *


Por la tarde, cuando Rosendo y Gertrudis abandonaron la consulta del doctor Sepúlveda, situada en un viejo ambulatorio del centro, sus espíritus iban amasando las indicaciones que el médico les había dado respecto a la conducta a seguir en el tratamiento del mal de Ramón.

“Las cosas podrían haber ido a peor”, había dicho el médico. “Estoy en contacto con un colega mío sobre el tema. Hay que esperar un poco más para determinar el grado de retraso que afecta al niño, pero en mi opinión les puedo decir, con un margen aceptable de error, que está comprendido entre leve y moderado”.

Bajo la capota del cochecito, Ramoncito dirigía sus ojos almendrados a uno y otro progenitor, con la boca abierta e indiferente a los ruidos callejeros.

Durante el paseo, Gertrudis le expuso a Rosendo sus falsas intenciones, sus retorcidos planes para que su vida en común cambiase de forma radical.

Entre tanto, aquella tarde en Cadalso, Aniceto despidió con una excusa a Casimiro y a Elvira, que se habían acercado al cementerio a visitarle, pues su mente estaba ocupada con la temeraria odisea que había iniciado con su hermana.

Respiró aliviado cuando partieron sus buenos amigos. Había recibido órdenes precisas de Gertrudis de no ausentarse de la casa y que eludiese toda visita. El plan no podía adolecer de fallos ni fisuras bajo ningún concepto.

Apenas almorzó, se dirigió al camposanto. Quería buscar refugio bajo los cipreses, sentarse entre ellos y repasar sus cavilaciones bajo el espeluzno vespertino, bajo la amenaza grisácea de nubes que no llegaban a descargar. Aniceto frunció el ceño; al día siguiente debía acudir al lugar de la cita con Gertrudis. Sacó el cubilete de dados, como solía hacer cuando se recluía en el claustro de sus pensamientos.

Una hora después, cuando en el valle se espesaban las primeras sombras del atardecer, el tiempo aclaró pintando en el cielo un cuadro de valientes pinceladas rojizas. Sin haber conseguido que el juego de azar acallase los gritos de su espíritu, con el cerebro más caliente aún, el enterrador se encaminó a la casa. Sintió un sobresalto en el pecho cuando pasó junto al gallinero, donde las aves rompieron a cacarear ante los chasquidos de las pisadas.



                                                                          * * *


No era más de mediodía cuando Gertrudis y Rosendo llegaron al barrio cacereño del Postigo a través de calles angulosas, flanqueadas por casas bajas de tejados bermellones y paredes deslumbrantes. 

Vigilando su caminar, ella iba concentrada en el manejo del cochecito del bebé, sorteando las piedrecillas del firme, tan puntiagudas que las sentía a través de las suelas de los zapatos; él llevaba a Ramoncito en brazos, con la satisfacción de haber hecho el amor con su mujer la noche anterior.

Al rodear una esquina, se les quedó mirando, desde un portal, un “cocker” de orejas grandes y caídas. Las llamas avasalladoras de aquellos ojos inquietaron sobremanera a Gertrudis, como si se le viniesen encima.

Temía perder los estribos dentro de aquel barrio siniestro; se ahogaba entre callejones tortuosos cuya salida era difícil vislumbrar, como le sucedía últimamente en la casa del cementerio. El corazón le dio un vuelco al oír los ladridos del perro, que se aproximaba. Se aferró con ambas manos al brazo de Rosendo, el cual consiguió ahuyentar al animal lanzando una patada al aire.

Llegado que hubieron a la mitad de la cuesta de Aldana, un silencio sepulcral acogió a ambos transeúntes, que recibieron en el rostro el corte súbito de una cuchilla de aire y la oleada de un intenso olor a orín, procedente del Arco de Santa Ana. Rosendo abrigó a Ramoncito y estrechó aquel pedazo vivo de carne, continuación de su propia esencia.

Un palomo se puso a arrullar en un alero al tiempo que se acercaban por detrás las pisadas de alguien descendiendo a trompicones por las piedras lisas y espaciadas de la calle en forma de escalinata.

Una mujer enjuta y de mediana edad, con un vestido estampado en rojos, miró de soslayo al llegar a la altura de la pareja. Llevaba las manos entrelazadas delante del talle en actitud de oración, lo que hacía sospechar que no se encontraba en su sano juicio. Pegada a la pared, continuó su caminar atolondrado por el efecto de los escalones en declive.

Gertrudis aún conservaba el sabor de los besos de Rosendo y no dejaba de sentir aversión hacia su marido. Habían hecho el amor la noche antes, acosada por los requerimientos del hombre. Por lo tanto, no se consideraba culpable de haber traicionado el recuerdo de Aniceto. Ya faltaba menos para que consiguiera la anhelada libertad y, así, correr junto a su amante.

Notó en sus hombros el peso cálido de la mano de Rosendo. Le irritaba hasta la presencia próxima de su marido aún a sabiendas de que éste estaba haciendo todo lo posible por hacerle feliz la vida. Por la mañana habían estado mirando unas viviendas en la zona sur de Cáceres, pero Gertrudis no mostró entusiasmo por ninguno de los apartamentos visitados.

—¿Te imaginas, Gertru? Tú y yo pasando épocas con el niño aquí—dijo Rosendo—. Me parece mentira. Al regreso de Portugal, encontraremos un piso que se acomode a tus gustos.

Gertrudis sonrió con ceño de preocupación, consecuencia de la secreta batalla que estaba librando consigo misma.

Flaqueó varias veces y otras tantas estuvo a punto de abortar su malvado proyecto, pero una fuerza demoníaca la dominaba, empujándola a seguir adelante. Aquel vendaval desconocido, de ímpetu extraordinario, provenía de la evocación de los ojos castaños y soñadores, de la complexión fuerte y varonil de su hermano, que la hacía enloquecer hasta límites inusitados. Tuvo que reconocer que si no cometía su odiosa locura, acabaría por destruirse a sí misma.

—Claro -respondió con trabajo ante la entusiasta vehemencia de Rosendo—. Será una nueva vida para los dos, como empezar de nuevo. Esta noche salimos para Portugal.

--¿Esta noche? -preguntó Rosendo con un gesto de extrañeza—. ¿No podría ser mañana temprano? 

Gertrudis guardó silencio al tiempo que tomaba a Ramoncito en brazos para acostarlo en el cochecito de paseo.