CAPITULO XVIII



Atardecía. Una luna enharinada, a punto de completar su ciclo creciente, anunciaba que la noche estaba en camino sobre el tramo plateado de carretera que unía Valverde del Fresno con la frontera portuguesa. Muy cerca, hacia el sur, quedaba la población, que mantenía puertas y ventanas cerradas ante la baja temperatura reinante. 

 Aniceto detuvo el Renault-8 al comienzo de un carril de terrizo que invadía un barrizal sin apenas ondulaciones con matojos y olivos. Miró la hora en el salpicadero y se frotó las manos tras ca1entárselas con el aliento. Acababa de llegar al sitio elegido para esconder el vehículo en el ramaje.  

El punto de contacto con el Land Rover se encontraba en un carril paralelo, cincuenta metros más adelante, que también surgía de la carretera y cruzaba el lodazal. Por aquel camino estaba previsto que se adentrase el vehículo de Rosendo si el plan de Gertrudis se cumplía con escrupulosa exactitud.                                                     
Aniceto dejó el coche oculto a la vista de aquellos que pudiesen transitar por la vía local y, después de ponerse unos guantes de goma, se dirigió hacia el enclave donde debería aguardar la llegada de Rosendo; una vieja construcción de piedra y adobe que cubría parte de una pequeña hondonada a unos cien metros, al extremo del primer carril. Era una madriguera perfecta. 

Aniceto caminó procurando que sus botas de goma pisaran la espesura de los matorrales para no dejar huellas en el barro. Al fin alcanzó la casa. 

La puerta ya no existía, y el tosco edificio estaba totalmente deshabitado. La ausencia de cristales en las ventanas les daba a éstas la apariencia de ojos cuadrados y negros. Aniceto se acercó con precaución y atisbó a través de la que daba a una esquina. 

Una vez que comprobó que no había nadie, decidió entrar. Estremecía la humedad imperante en la casa, en la que no se percibía hedor de excrementos humanos como en las construcciones desiertas, frecuentadas por gente de paso o de mal vivir. 

El último hálito del sol rozaba tenuemente las paredes. En el suelo se esparcían desechos de techumbre desprendida y de mobiliario. Los tabiques de separación de las habitaciones habían desaparecido, y el interior se mostraba como una sola pieza a lo largo y ancho de la planta del edificio. 

Una semana antes, tras el estudio con su hermana acerca de los pormenores de la operación en marcha, Aniceto se había trasladado en solitario a aquel paraje para corroborar la existencia y la idoneidad del inmueble derruido para sus abominables fines. 

En esa casa, Gertrudis y él habían jugado en multitud de ocasiones cuando sus padres o el tío Agustín los llevaban allí a pasar días de campo a pesar de que, recién acabada la guerra civil, era aventurado merodear por aquellos andurriales[1], escondite de contrabandistas y fugitivos, a un kilómetro de la línea divisoria con Portugal. 

El enterrador recorrió con la mirada el caótico desorden del suelo en busca de un sitio para sentarse. Por fin encontró una especie de escalón o poyete donde antes, según recordó, había existido el marco de una puerta. Se acomodó lo mejor que le permitía la incómoda dureza de la piedra y estiró las piernas; los dedos de los pies estaban casi congelados. 

La sensación de frío aumentaba a medida que se venía la noche encima y la oscuridad se adueñaba de cada rincón. Después de mirar por varias ventanas, Aniceto escogió la que ofrecía una mejor visión del exterior. 

Sintió unas ganas irresistibles de encender un cigarro y se palpó los bolsillos de la pelliza. Aquel gesto involuntario le sirvió para asegurarse de que, junto con el paquete de tabaco, continuaba la linterna con una carga de pilas nuevas. Finalmente, decidió abstenerse de fumar; no podía correr el riesgo de ser detectado en la oscuridad. 

Se hizo de noche sin que nadie apareciera por los alrededores. Los plateados rayos de la luna, que permitían distinguir el vaho de la respiración, incidieron en el dorso de las manos de Aniceto. Estaban temblando. Al quitarse los guantes, llenos de transpiración interior, los dedos crispados surgieron como garras amenazadoras, plagadas de callosidades. 

En aquella soledad, uno podía sentir el resuello de su propio cerebro; no resultaba difícil mantener los cinco sentidos sintonizados a cualquier percepción extraña. Durante las últimas jornadas, a Aniceto no había cesado de rondarle un pensamiento; más que un pensamiento, una obsesión: no podía fallar el golpe; tenía que acertar al primer intento. 

Había elegido una piedra, de primera instancia, como arma idónea, pero la presencia de unos objetos, que hasta entonces habían pasado desapercibidos, le hizo acariciar la posibilidad de cambiar de instrumento. 

Abandonados en un rincón oscuro, entre polvo y tierra, yacían los restos difuminados de una mesa totalmente desmembrada. Lleno de excitación, Aniceto se puso de nuevo los guantes y eligió una de las patas. La cató entre las manos. A través del látex percibió la gélida temperatura del metal oxidado. La barra era cilíndrica y de sección ahusada; mediría alrededor de ochenta centímetros de largo. Ofrecía un buen agarre por el extremo menos grueso y al tacto resultaba dura y contundente. Prometía ser más efectiva que una piedra. 

Aniceto, no obstante, quería estar seguro de no errar el golpe y se dispuso a ver si aquel objeto había quedado inservible con el tiempo. Sujetó el extremo más delgado con las dos manos, elevó la pieza hacia arriba y, volcando todo el odio que había acumulado hacia Rosendo, descargó un gran mazazo sobre el piso. 

El aire se llenó de un vibrante retintín, y Aniceto recibió un intenso y desagradable hormigueo en los dedos y en las palmas de las manos, como si hubiese recibido una descarga eléctrica. La barra no se resintió en absoluto. 

Le ardía el estómago. Empezaba a invadirle una sensación de terror inminente a pesar de estar acostumbrado a desenvolverse entre cadáveres, y en su cerebro se clavó un tremendo aguijón para recordarle que la futura víctima era un hombre honrado; pero su otro yo contraatacaba alegando en silencio, soterradamente, que iba a eliminar a alguien que le privaba de saborear a gusto la miel de su prohibido amor. 

De ninguna manera quería perder de vista el cuerpo soberbio de Gertrudis, dejar de percibir el perfume que exhalaban sus carnes; la quería para él solo, y no permitiría que ella continuase intimando con aquel insípido producto de ciudad; un tipo cultivado que había llegado a la aldea, huyendo de quién sabe qué lío amoroso en Cáceres. 

A pesar de los momentos de debilidad y dudas que le habían invadido durante los últimos días, de lucha titánica con su propia conciencia hasta el momento justo de poner en marcha el coche para activar su maligno plan, Aniceto había tomado ya la decisión de arriesgarlo todo por Gertrudis. 

Ante la eventualidad de que la casa pudiera servir de lugar de descanso a parejas de la Benemérita, optó por situarse cerca de la ventana desde la cual se divisaba el carril ascendiendo entre los olivos hasta la carretera. Las hojas en forma de escoba de una retama, debajo del alféizar, le ayudarían a pasar desapercibido y en caso de tener que huir, podría hacerlo por una de las ventanas traseras.



                                                                          * * *


Durante la última jornada en Cáceres, Gertrudis había conseguido demorar el viaje lo suficiente para que alcanzasen de noche la frontera. Argumentó que deseaba pernoctar en el país vecino y podrían levantarse, a la mañana siguiente, descansados para ir de compras. 

Gertrudis conversaba con su marido durante el trayecto para evitar que éste se adormilase y para encubrir, de algún modo, el temblor interno que la devoraba. 

Era cerca de la medianoche cuando el Land Rover abandonó las afueras aletargadas de Valverde. Unos cinco kilómetros más adelante, Gertrudis se removió, inquieta, en su asiento tras unos instantes de mutismo. 

—Rosendo, tuerce por ese camino de la derecha. Tengo ganas de orinar -ordenó, de pronto, cuando se encontraban cerca de la entrada al carril convenido con Aniceto. 

—¿No puedes aguantar? Falta poco. Al otro lado hay un buen restaurante donde podremos relajamos y cenar. 

—Estoy reventando desde hace un rato. 

Una gasa de reflejo lunar permitía ver las formas siniestras de añejos olivos a ambos lados de la carretera, por la que no había circulado ningún vehículo en todo aquel tiempo. 

Rosendo obedeció y giró el volante a la derecha, para enfilar un estrecho veril que se adentraba en medio del olivar enfangado. Las luces se elevaron, desafiando a la negra infinitud y descubrieron limitadamente las copas de unos árboles. Maniobró con desconfianza y precaución debido a las condiciones resbaladizas del terreno. 

—Sigue más allá -insistió la mujer para que el vehículo quedase lo más alejado posible de la zona asfaltada. 

—Aquí está bien, amor -dijo Rosendo y se detuvo en una zona en que el barro aparecía más grueso—. Ya no sigo. Esto está fatal. Para salir, hay que hacerlo dando marcha atrás, por donde he entrado. Con este fango no me atrevo a dar la vuelta. 

Gertrudis depositó al crío en el asiento delantero y descendió. En vaqueros y abrigo oscuro, su imagen se salió del ámbito luminoso de los faros para perderse en la arboleda. 

No lejos, en la casona, el cúmulo de reflexiones que abrumaban a Aniceto estaba minando su resistencia psíquica. El hombre permanecía sentado en el escalón con la cabeza inclinada hacia adelante, en la actitud propia de alguien que descabeza el sueño. 

De pronto, se puso en tensión, sacudido por un sobresalto. Le había parecido escuchar el chirrido que hace un vehículo al detenerse. Corrió hacia la ventana al tiempo que un reflejo débil y lejano barría momentáneamente las paredes y los trozos de techo de la vivienda. Aniceto aguardó unos segundos por si surgía otra señal visual que confirmase que aquel vehículo era el de su cuñado; podría tratarse de la vigilancia fronteriza. 

Unas voces irreconocibles le hicieron dirigir angustiosamente la mirada hacia la boca de lobo que se abría más allá de la ventana y al fin consiguió discernir, en la mezcla de sonidos humanos, unas frases cortas pronunciadas con un timbre femenino familiar, seguidas por una voz de hombre. 

Aniceto tomó la barra y salió de la casa pisando zonas compactas de vegetación sobre el lodo. Tenía que acercarse con extremo cuidado hacia el lugar de donde provenían los sonidos. 

Con manos enguantadas, iba acariciando el metal, más frío que antes, y, al rotarlo, percibió cómo la abundante transpiración enguachinaba la piel de sus dedos. Una aguda quemazón le devoró el pecho al reconocer el habla de su cuñado, a pocos metros de distancia. 

—¡Vuelve al coche, Gertru! No dejes al niño solo. Voy a aprovechar yo también para hacer pis. 

Se hizo un silencio pesado, interrumpido solamente por el ruido que hacía el chorro de la micción de Rosendo estrellándose en el suelo. 

Consciente de que la ocasión se le había presentado mejor de lo que había previsto, pues Aniceto no tendría que matar a Rosendo en el Land Rover, se acercó, agazapado, hacia donde sonaba el torrente liquido y se apostó detrás del tronco de un olivo. Recortándose como una sombra chinesca contra el haz de los faros se erguía, de perfil, la torre alta y estática de Rosendo. Allí estaba el chivo expiatorio, descuidado e indefenso. 

El futuro asesino sólo tendría que avanzar unos pasos por detrás de la víctima y romperle el cráneo; así de fácil. Decreció el sonido del chorro. Si Aniceto dudaba, daría lugar a que Rosendo acabase de evacuar su necesidad y se alejara, lo que podría suponer el fracaso de la operación, o tener que matarle cerca del vehículo. Había llegado el momento decisivo. 

Con los ojos acostumbrados a la oscuridad, Aniceto distinguió la hechura trasera de su cuñado. Para infundirse ánimo, recordó la noche de la escena en el comedor, cuando Gertrudis le tocó el cuello por detrás en una suave caricia, el detonante para el estallido del incesto. Admiró el arrojo de su hermana. Después de aquello, él no podía ser menos. 

Asegurando el garrote homicida con ambas manos, se acercó furtivamente hasta situarse detrás de Rosendo. Convertido ya en un autómata programado, levantó el hierro y lo estrelló con todas sus fuerzas en la nuca que tenía delante. 

Se produjo un crujido como el de una vasija de barro cuando se rompe, y Rosendo se derrumbó sin una queja, sin una exclamación, como un saco de patatas o un maniquí pesado al ser desprovisto súbitamente de correas y ataduras. El efecto del golpe había sido fulminante. 

Inmediatamente, Aniceto extrajo del bolsillo la linterna y alumbró el suelo durante unos segundos. Rosendo yacía a todo lo largo, con el rostro inexpresivo y vuelto hacia la derecha. Aniceto verificó que su víctima ya no respiraba. 

—¡Rosendo! --sonó la voz de Gertrudis que se aproximaba. 

—¡Soy Aniceto! No te acerques. Es muy desagradable. 

—Amor -dijo Gertrudis, que ignoró el aviso de Aniceto y cayó en los brazos de su hermano después de haber tropezado con el bulto exánime--. Lo hiciste, lo hiciste. ¿Ves cómo no era difícil? Al fin libres, tú y yo. 

Aniceto y Gertrudis iban a necesitar una buena dosis de sangre fría, pues aún les quedaba por desarrollar la última fase del plan, la más complicada.


                                                                            * * *


Había otros detalles que cuidar, como hacer desaparecer el cuerpo de Rosendo lo antes posible y borrar todo vestigio de sangre que pudiera haber quedado. 

Nunca en su vida de enterrador se había visto Aniceto en situación parecida; siempre había manipulado ataúdes conteniendo carne fría o carroña seca, huesos desnudos y podridos, pero el contacto con un ser al que él le había quitado la vida le infundía algo más que respeto, lo llenaba de pavor. 

La herida de Rosendo sangraba abundantemente, y era imposible detener la hemorragia. Aniceto pidió a su hermana que trajese cuantos tejidos o trapos hubiese en el vehículo. Mientras Gertrudis sostenía la linterna, Aniceto vendó la cabeza de Rosendo para evitar que continuase manando sangre. 

Minutos después, en la hierba quedaron esparcidos varios desechos de tela manchados de rojo. 

—Hay que enterrar todo esto. Échame una mano, Gertru -ordenó Aniceto. 

Ambos hermanos se entregaron con ahínco a abrir un hoyo en el barro, entre matorrales, con la ayuda de unas ramas de olivo. Habían permanecido allí media hora, y era preciso abandonar el lugar cuanto antes. 

—Me lo llevo —dijo Aniceto—. Tú te quedas en el Land Rover como planeamos y que cada uno se encargue de lo suyo. 

—¿Crees que lo que vas a hacer es lo más conveniente? —preguntó Gertrudis, temblorosa y desconfiada. 

—No te preocupes. 

Aniceto había cambiado; ya no era el tipo inseguro que Gertrudis había visto cuando ella le propuso asesinar a su marido. La pasión desenfrenada que sentía por su hermana le había convertido en una hiena, en un ser sin escrúpulos, preparándose para eliminar todo rastro de su execrable crimen. 

Gertrudis se abrazó a su hermano, pero éste, teniendo prisa por terminar, la apartó con decisión. Sin más, se echó el cuerpo lacio de Rosendo sobre las espaldas y se dirigió hacia el otro carril, donde se encontraba el Renault-8. Pesaba el condenado bulto, pero sacó fuerzas de flaqueza hasta que consiguió llegar al lugar donde estaba camuflado el coche, entre los árboles. 

El enterrador abrió el maletero y depositó la carga en el receptáculo. Necesitó ajustar el bulto a las reducidas dimensiones del improvisado ataúd. Cerró y miró su reloj bajo el escaso reflejo lunar. Era la una de la madrugada. Hasta Cadalso le quedaba alrededor de una hora de camino.


[1] parajes extraviados, fuera de camino