CAPITULO XX



—Señor alcalde, al teléfono don Matías - advirtió el funcionario que suplía a Rosendo. 

A pesar de la proximidad de Valverde del Fresno, hacía tiempo que don Evaristo no mantenía contacto alguno con la autoridad municipal de aquella población, cuya inexperiencia en el cargo era bien conocida. “Seguro que es para una gilipollez”, pensó Narváez para sus adentros. 

—Pásamelo, Genaro. 

Tras un breve saludo, don Matías le explicó a su compañero, con la excitación propia de quien no está acostumbrado a encarar situaciones excepcionales, que en las dependencias de la Guardia Civil de su jurisdicción se encontraba una vecina de Cadalso llamada Gertrudis Losada. Unos campesinos la habían encontrado con un bebé muy cerca de la frontera, medio congelada y con señales manifiestas de haber sufrido maltrato físico. 

Ella afirmaba que había sido golpeada por su esposo, el secretario del ayuntamiento de Cadalso, y que éste había abandonado el vehículo municipal para huir a pie por el monte y cruzar el límite fronterizo. 

Don Evaristo se puso en pie de un salto, con el rostro violáceo por la incredulidad. Discutió ardorosamente con su colega, alegando que no era posible que Rosendo hubiese cometido semejante acción porque conocía las extraordinarias virtudes que adornaban la persona de su secretario y los sentimientos de profundo amor que éste albergaba por Gertrudis. Pero la evidencia de los hechos narrados era cada vez mayor, y al final no tuvo más remedio que rendirse ante lo aplastante de la misma. 

Don Matías señaló que Gertrudis y el niño habían sido atendidos adecuadamente en el ambulatorio de la localidad y que, en breve, serían trasladados a Cadalso en un vehículo policial, una vez concluidas las diligencias de rigor. 

Don Evaristo colgó el teléfono. Toda su pequeña figura era un racimo de nervios. Salió del despacho con el semblante pálido y solicitando a gritos la presencia de Aniceto. Cuando los funcionarios, alarmados, supieron lo ocurrido por boca de él, la noticia corrió hasta cada rincón del pueblo como hilos de agua que se ramifican por una ladera. 

--Ya me parecía raro ese Rosendo -dijo con desdén el propietario de la Providencia tras el mostrador—, un tío tan callado; se sentaba ahí, pegado al tonel. Le gustaba el lápiz, siempre rellenando cuadritos. Y últimamente empinaba el codo más de la cuenta. Esos tipejos tan reservados nunca me han hecho gracia. 

—Yo le he visto servirse vinos que no te pagaba —se sumó al cotarro de críticas uno de los pocos parroquianos que a esa hora de la mañana desayunaban en el bar y que se había erigido en contra de la implantación del sistema de regadíos, porque perjudicaba a una de sus propiedades. 

—A mi ya no me extraña nada después de enterarme de esto -repuso el dueño del bar, que se quitó la colilla de la boca y la lanzó de modo chulesco por la puerta—. ¿Será canalla? Le da una soba a la mujer y, luego, la deja tirada con el niño en el campo, y de noche además. Conmigo podría dar ese hijo de siete mil p.... ¡Cuando se entere Aniceto...! 

Por arte de birlibirloque, el nombre de Rosendo pasó de ser respetado a vilipendiado. La mayoría de los habitantes sabían que en el seno del matrimonio existían desavenencias sobre las taras del bebé. Tras los momentos de lógico estupor, los vecinos esperaban, anhelantes, la llegada de Gertrudis en las próximas horas. 

—Claro —argumentó una cuñada de Elvira—. Tiene un hijo con retraso y se ha quitado del medio. Pobre mujer, con lo que está pasando con el crío y ahora le hacen esto. No hay derecho. 

Era media tarde cuando un vehículo policial se detuvo frente al ayuntamiento de Cadalso. Se formó un revuelo en la plaza, mientras que en la pila de la fuente se sentaban unos vejetes, los mismos de cada día, más atentos a lo que sucedía bajo los arcos que a lo que se estaba guisando en la turbulenta cocina del pueblo. 

A las puertas de la casa consistorial habían acudido a agolparse un gran número de amigos y curiosos. Del coche descendió Gertrudis, asistida por un guardia que llevaba a Ramón en brazos y envuelto en una mantita. Inmediatamente, fue conducida al despacho de don Evaristo, quien rogó a los presentes que se quedasen fuera, no si antes permitir la entrada del jefe de puesto local y del juez de paz. 

El aspecto de Gertrudis era desolador. Mostraba señales de arañazos en brazos y mejillas y un pómulo tumefacto que casi le había cerrado el ojo derecho. Una delgadez extrema se había adueñado de su afilado rostro y su mirada, triste y vacía, se mostraba esquiva, paseándose constantemente por las losetas del suelo. 

Aniceto se presentó en la puerta del ayuntamiento, colapsada por el público; traía el rostro desencajado. Tan pronto como don Evaristo fue informado de la presencia de Aniceto en el edificio, ordenó que entrase de inmediato. Al hacerlo, el enterrador se encontró con los brazos abiertos de su hermana. 

—¡Qué clase de hombre teníamos en casa, Aniceto! -se lamentó Gertrudis buscando el pecho de su hermano—. Nos dejó tirados a mí y al niño en plena sierra. Mira cómo me ha puesto. 

Aniceto, visiblemente emocionado, besó a su hermana en el rostro y acurrucó a su sobrino contra el pecho. El niño, que hasta entonces había mantenido un rictus compungido, asustado entre tantas miradas, se puso a gemir, especialmente cuando sintió en sus mejillas el hiriente mentón sin afeitar de su tío. 

Entre hipidos, Gertrudis se puso a relatar su versión de los hechos, hilvanando la voz con tembloroso y convincente hilo. Dio a conocer cómo Rosendo se desvió inesperadamente de la carretera para tomar un carril. Una vez en lugar seguro y resguardado, la insultó y golpeó tachándola de emisaria del demonio por haber parido a un deficiente mental para enturbiar sus vidas. 

Ella refirió que, a pesar de la catarata de golpes que le caía encima, intentó calmar a su esposo, pero éste ya se había convertido en una fiera desmandada que la golpeó varias veces con tan poderosa fuerza que le hizo perder el conocimiento. 

 --Ese tipo está loco de cuidado -comentó el cabo de la Benemérita, que tuvo que bajar los ojos ante la mirada que le envió el alcalde.


* * *


Casimiro, que se encontraba etiquetando géneros en las estanterías, se pasó una mano por el abdomen. Otra vez le ardía la úlcera como un hierro al rojo atravesándole de parte a parte. 

Seguido por Elvira, entró en la trastienda. Al hacerlo, vaciló su alta estatura y tuvo que apoyar una mano en la pared para no perder el equilibrio; en seguida, la otra buscó, ávida, el espaldar de una silla para sentarse. Su turbación y pesadumbre eran ostensibles bajo el sol que entraba a través del ventanuco de ventilación del almacén. 

—¡No puede ser! -estalló con la mano todavía pegada al estómago—. ¡Con lo que quiere Rosendo al niño y a Gertrudis, eso es imposible! 

Elvira acarició la cabeza de su marido y, con voz apenas audible, dijo algo sobre preparar una infusión de hierbas tranquilizantes para los dos. 

Casimiro miró arriba, hacia la mancha de azul luminoso que demarcaba la ventana cuadrada del muro, como si deseara encontrar alivio para su repentina tribulación. Recordó amargamente cómo Rosendo había sabido granjearse su amistad durante los dos años que había permanecido en el vecindario, antes de contraer matrimonio. 

En el forzoso periodo de adaptación al que se había visto sometido desde su llegada al pueblo, el secretario del ayuntamiento había buscado la compañía de él muchas tardes después del cierre del bazar. Para el matrimonio, Rosendo se había convertido en uno más de la familia. Nadando en la turbulencia desconsoladora de esas meditaciones, a Casimiro no le dio tiempo a extraer el pañuelo del bolsillo y se secó con la mano unas lágrimas incontroladas. 

En el exterior, la población de Cadalso estaba convulsa por los trágicos acontecimientos. Nadie podía creer que una persona tan seria y honesta como el señor secretario pudiera haber cometido un acto tan cruel y reprobable. 

Ya nada era igual en la aldea. La vida se había transformado en muchas de sus manifestaciones; incluso los campesinos comentaban entre ellos que el Árrago, en un hecho sin precedentes, no alcanzó aquel invierno las cotas de crecida habituales, cuando los terruños de menor altitud y más próximos a las orillas quedaban ocultos cada año bajo las aguas. 

En los soportales, en los zaguanes, las ancianas y mujeres de edad madura, vestidas de negro de pies a cabeza, comadreaban con ojos intranquilos buscando a sus chiquillos por las esquinas. Los mozalbetes eran los únicos que continuaban alegrando, con sus gritos y carcajadas, el ambiente descolorido de Cadalso. 

Una buena parte de aquellos aldeanos confiaba, no obstante, en la inocencia y el oportuno regreso de un hombre, en el que habían depositado sus esperanzas por la perspicacia y preparación que siempre había demostrado. El secretario de la corporación municipal era considerado como el insustituible artífice del ambicioso proyecto del alcalde para que cesasen las inundaciones del Árrago en las tierras más bajas y, a la vez, el río pudiese regar las tierras más alejadas del valle en verano. 

Una tarde, las campanas de la Concepción concluyeron sus opacos tañidos, su pausada y monótona invitación de las ocho al recogimiento nocturno. A Casimiro le faltaba muy poco para cerrar el negocio, y don Evaristo golpeó en el metal corrugado de la persiana de la tienda, a medio echar. 

Cinco minutos después, la desigual pareja caminaba calle abajo en dirección a la plaza donde el atardecer bañaba de púrpura los seculares arcos, y los chorros de agua se unían con los rizos de la fuente en un coro de gorgoteos.