CAPITULO XXI



Coincidiendo con la llegada del buen tiempo, Aniceto se volvió hosco y taciturno; su humor se había deteriorado de tal manera que sólo encontraba solaz en el cementerio, donde se le podía ver sentado o tendido en un banco, devorando cigarro tras cigarro. 

Dentro de los muros descarnados del camposanto, los cuatro únicos cipreses eran gruesas garrochas apuntando al cielo, y sus raíces continuaban nutriéndose de la podredumbre humana. En el exterior, los troncos de las moreras mostraban una ligera capa de musgo. 

Había aparecido una pátina de verdina en las paredes de las casas y en las lindes de mampuesto, las que esquivaban el curso del Árrago en interminables cabalgadas por el valle. Así era cómo la primavera se dejaba sentir, lentamente, reverdeciendo un año más los pastizales alrededor de los desnudos álamos del río. Todo bullía con musicalidad y colorido, sepultando la tristeza que aquel invierno había asolado la comarca por los lamentables hechos narrados. 

El pueblo iba recuperando su actividad usual, aunque se echaba de menos la simpática imagen de los tres hombres caminando juntos hasta la plaza para sentarse al atardecer en el brocal[1] de la fuente. 

Para evitar la progresiva inclinación de Casimiro por recluirse en casa, Elvira habló con la mujer de don Evaristo para que éste siguiese pasando por la tienda a la hora del cierre, como de costumbre. 

Por otra parte, en la oficina, el alcalde no perdía el hábito de disponer del secretario a su antojo y, en una ocasión, le dijo a uno de los funcionarios: “Pregúntaselo a don Rosendo cuando llegue”; en otra se contuvo a tiempo, antes de llamar en voz alta a su mano derecha. Aún no salía de la niebla de la incredulidad, preguntándose, una y mil veces, si Rosendo había tenido agallas para cometer semejante villanía con una de las jóvenes mejor consideradas en Cadalso.


* * *


En la casa del cementerio, en lo íntimo de sus rincones, renació la normalidad una vez que hubieron terminado las investigaciones judiciales. La luz parecía invadir con mayor fuerza el comedor y los dormitorios tras la desaparición de la sombra de Rosendo. Gertrudis se esforzaba porque la alegría se aposentara entre aquellos muros ahora que estaba sola otra vez con su hermano. 

Cuando iba a la aldea, vestía de la forma más recalada posible, lo que le daba un aspecto avejentado y anodino; sus clásicos “blue jeans” habían sido sustituidos por faldas negras hasta media pierna. 

Un viernes por la tarde, caminaba por la calle Valiente con Ramoncito en los brazos en dirección a la tienda de Elvira. Tuvo que entornar los ojos y clavarlos en los guijarros del firme ante las miradas que no dejaban de irradiar simpatía hacia su persona. Elvira le pidió que la acompañara mientras Casimiro estaba ocupado en ordenar algunos géneros. 

--Cuando te sientas mejor, deberías empezar a salir. No te quedes en casa. Ana va a regresar de Madrid. No le ha ido bien en la capital y a donde puede ir mejor que a su pueblo. Aunque no sea el mismo caso, por Dios que no lo es —se santiguó fervientemente—. Lo mismo te digo de Rosendo. ¿Qué va a hacer un hombre solo por ahí, dando vueltas? Cuando recapacite de la locura que ha hecho, ya verás... -calló a tiempo al constatar que sus palabras estaban causando el efecto contrario al esperado en la expresión de Gertrudis, que evitó hacer comentario alguno. 

Sin embargo, ante el obstinado mutismo de su amiga, Elvira decidió convencerla de nuevo para que, con el apoyo de Ana, una de las solteras del pueblo, intentase reavivar las ilusiones marchitas y, llegado el momento, rendirle un merecido funeral a su vida anterior. 

—No puedo, Elvira -apuntó Gertrudis con ojos vidriosos—. Está Ramoncito, y él necesita una madre ahora, que le falta su padre. 

—Con mayor razón tienes que luchar por él, hija -no se pudo reprimir Casimiro, que hasta entonces había permanecido al margen de la conversación—. No te puedes venir abajo. Es gordo lo que ha pasado, pero pecho al frente. Tienes muchos años por delante y... 

-Mira quien habla -cortó Elvira para recobrar la batuta del diálogo—. Uno al que tengo que estar animando. Mejor que te calles, Casimiro, y sigue con lo que estás haciendo, que esta criatura no está para sermones —dirigiéndose de nuevo a su amiga concluyó—: Llévate unos bizcochitos de los que te gustan. 

Gertrudis aceptó el obsequio y salió de la tienda cuando estaba a punto de anochecer. Debía darse prisa por llegar a casa antes de que se viniese encima la oscuridad. Experimentó un horror desmesurado al pensar que tendría que viajar sola, a verse rodeada por las tinieblas. Siempre había sido valerosa, pero en aquellos momentos ansiaba guarecerse en lugar seguro. 

Puso en marcha el R-8 cuando el alumbrado de la aldea balbuceaba luz. 


[1] borde de fuente o de pozo