CAPITULO XXII




Aniceto se incorporó. Transpiraba profusamente; había sido mucho el esfuerzo realizado en vano. Su piel evidenciaba a través del sudor los signos de la lucha que minutos antes había entablado con el cuerpo de su hermana. 

Había enflaquecido, y en su pecho comenzaban a señalarse los finos listones de las costillas. No sólo el agotamiento físico, sino el psíquico, estaba haciendo mella en el hombre, a quien asfixiaba el invisible sahumerio en que se habían convertido los frecuentes períodos de silencio entre él y Gertrudis. 

—Me gusta este aguardiente cuando estoy contigo en la cama-dijo ella después de echarse de un solo trago una copa en el estómago. La volvió a llenar hasta el borde y se la ofreció a Aniceto—. ¿Qué te pasa? ¿No quieres un poquito de jugo para que te dé fuerzas? — con la voz distorsionada por la embriaguez, arañando coquetamente con las uñas la espalda desnuda de su amante, sentado al borde de la cama. 

—No —respondió él escuetamente, sin volverse, y bostezó. 

Hacía más de una hora que había oscurecido. Había sido la primera jornada de calor de lo que iba de año, y aún quedaba más de un mes para que comenzase la canícula. 

Ramoncito, que estaba a punto de cumplir el año de edad, dormía ligero de pañales en su cuna a cuya cabecera se encontraba la mesita de noche, con envases de cerveza vacíos, una botella de aguardiente y un vaso. 

Aniceto observaba al niño a través de los pesados vapores del alcohol. Lo contemplaba con envidia, con celos, porque aquel “pequeñajo” ocupaba gran parte del tiempo de Gertrudis y la alejaba de él. No podía permitir que nadie, incluso aquel mocoso, le disputase un trofeo arduamente conseguido, a costa de sacrificios, con el alto precio de un crimen. 

La mujer, que yacía como una sílfide hermosa y desnuda a su lado, era una hoja de nenúfar flotando en la nevada laguna del lecho. Aquella sangre de su sangre era todo lo que codiciaba, lo que deseaba poseer con desesperación. 

—Con tanto trago no se me empina esta mierda -admitió Aniceto y se relamió la espuma de los labios después de apurar la cerveza que quedaba en el vaso. 

—¿No será que estás dejando de quererme? -preguntó ella y acercó su cuerpo tendido al de él, que continuaba sentado en la cama, con el ánimo abatido. 

—No es eso. Te amo como no he amado a nadie. De sobra lo sabes. 

Se volvió para contemplar el cuerpo desnudo de Gertrudis, que ofrecía la textura de un melocotón al reflejo de la luz de la mesita de noche. Al tacto de sus toscos dedos, aquella piel no ofrecía aspereza alguna; era como terciopelo, y a simple vista los dos senos ondulaban como montículos pronunciados en un desierto caliente, ofreciendo la turgencia apetitosa de sus enhiestos pezones. 

 Aniceto se levantó y se detuvo bajo el marco de la puerta. En sus ojos apagados había agotamiento y desesperanza. 

—Estas manos han tocado cadáveres, muertos, pero ahora chorrean sangre — comenzó un discurso torpe, inconsistente a causa de la borrachera—. Cuando me quedo solo, se me presenta con claridad, tendido en ese hoyo. Tú no lo has visto, pero yo lo llevo aquí dentro, en la cabeza—se golpeó una sien con los nudillos—. Me atormenta, me persigue. ¿Qué es lo que hemos hecho, Gertru? 

A pesar de la curda que la invadía, Gertrudis se alarmó ante la inesperada reacción de Aniceto, que parecía un fantasma de pie, sin ropa, una aparición que acababa de penetrar en el dormitorio. Imponían sus mejillas, hundidas bajo pómulos protuberantes, y en sus rasgos faciales se habían desfigurado las líneas abruptas que antaño le habían conferido unos encantos varoniles excepcionales. Sus ojos parecían bolas de fuego, inflamadas por el alcohol. 

Gertrudis tragó saliva. Nunca había visto a su hermano en tal estado de agitación. Sintió dos cosas a la vez: incertidumbre por lo que pudiera depararle el futuro y hastío. 

Por un momento, imaginó aquellas cuencas bajo el alero de las cejas masculinas como paredes vacías, como los dos mundos de negrura impenetrable de una calavera. En la penumbra la nariz de Aniceto aleteaba al ritmo de su respiración agitada. Era como si el crimen que había cometido fuese una piedra de molino que estuviese aplastando y demoliendo el ánimo del hombre, cuya conciencia había quedado prisionera del terrible pecado, sin posibilidad de redención. 

Gertrudis se incorporó y chupó el gollete del último botellín que aún contenía cerveza. 

—¿Por qué te pones tan tétrico? -inquirió y soltó dos hipidos. 

—No debí haberlo hecho -continuó él, exteriorizando las llamas del infierno que consumían su mente—. Debíamos haber seguido como estábamos. Bien sabes que él no se daba cuenta de lo que había entre nosotros. Hoy habríamos sido una familia bien avenida, los cuatro juntos. 

—¿Una familia bien avenida? -Gertrudis soltó una altísona carcajada—. Tú sueñas. No te acabas de enterar de que me casé con Rosendo por las circunstancias.

—¿Las circunstancias? -inquirió él, embotado también por los efectos de la bebida--. Sí. es cierto. Me lo aclaraste antes de asesinarlo. 

—Yo no podía dejarte solo. No quería perderte. Si me casaba con él y me iba de aquí, yo iba a sufrir. Lo hice por ti, por tenerte cerca, y por mí, sí, por mí y por la gente. Quería evitar las murmuraciones. Si me uní a un hombre al que no quería, lo hice para que tú y yo pudiésemos vivir juntos sin levantar sospechas. Pero no tuve en cuenta que este amor que siento por ti me llevara a odiarle tanto a él... 

—¡Estúpida! --interrumpió Aniceto, con desprecio—. Conozco esos temores tuyos. Así eras de pequeña, siempre asustada, siempre cogida a las faldas de madre, y preocupada por “el qué dirán”. A mí me importa un carajo lo que diga el pueblo. ¡Yo no vivo con los demás, vivo conmigo mismo! 

—No eres justo, cariño -cortó ella, gimoteando, tratando de capear el temporal ante el creciente estrés de que era víctima su hermano. Los vapores del alcohol se iban disipando de su mente. 

—¡Bien! A ti, que tanto te preocupan las habladurías, ahora que estamos sin Rosendo, tú me dirás qué pensará la gente de nosotros, porque hemos vuelto a la situación del principio, a la de antes de tu casamiento. ¡¡Y con un crimen en mis espaldas!! 

Las mejillas de Aniceto se tiñeron de púrpura y sus ojos estaban a punto de estallar. Ella lanzó un vaso contra su hermano, que tuvo que desplazarse con prontitud a un lado para esquivar el proyectil. 

Ramoncito lanzó un lamento estridente al oír el sonido hueco del vidrio al quebrarse contra la pared. Aniceto desvió la vista desencajada al bebé y, de un salto, se plantó junto a la cuna. 

Ciego de furia, agarró al inocente con ambas manos, lo sacó de entre la ropa y lo mantuvo unos segundos en el aire. El chiquito agitaba sus cuatro extremidades con desesperación, como un cachorro indefenso. 

Los humos etílicos abandonaron definitivamente la cabeza de Gertrudis, horrorizada ante la visión de los labios de su amante, que rebosaban con espuma y estertores. Aniceto inhaló profundamente y, tras titubear con la inocente carga en las manos, la volvió a depositar en la cuna, no sin antes golpearle la cabeza con el barandal de defensa. 

—¿Qué ibas a hacer, monstruo? Matar a nuestro... hijo? -Gertrudis se cubrió la boca. 

—¿Nuestro qué...? -preguntó él abalanzándose sobre Gertrudis y manteniendo el rostro a escasos centímetros del de ella—. ¿Qué has dicho? 

—Nuestro hijo, Aniceto. ¡Nuestro hijo! - gritó Gertrudis, descompuesta—. Eso que has estado a punto de estrellar contra el suelo es tuyo y mío. 

Aniceto se mordió la muñeca de la mano izquierda hasta sangrar y gritó, enloquecido, como un poseso. Después se desahogó en continuos sollozos de rabia como si fuera un niño. 

—Tú has follado conmigo y también con Rosendo mientras que yo estaba de mierda hasta los ojos con esos muertos de ahí fuera. Los dos disfrutabais. No me lo negarás. Os oía y me moría de celos, sabiendo que eras de él —se detuvo unos segundos para recobrar aliento—. Además de tu hermano, soy un cornudo, un cabrón indecente, un ca-bro-na-zo --recalcó cada silaba—, porque consentí en que te acostaras con él para no perder tu amor. Pero, claro, como ramera fina me quieres endosar la paternidad a mí. ¿Cómo estás tan segura de que Ramón es mío? 

—Aniceto -susurró ella, tendida y cubierta por la sábana, sin dejar de mirar al techo y vencida por la impotencia—. Una mujer nunca se equivoca en eso. 

Ante aquella declaración el hombre se golpeó la frente contra el quicio de la puerta. No sabía si reír o llorar. 

Aparentando un sosiego que estaba lejos de poseer, Gertrudis guardó silencio y se volvió de espaldas; no albergaba intención de continuar discutiendo, pero sintió miedo de su hermano. No se sentía segura y se volvió de nuevo para comprobar si se habían alejado los aires de tempestad de Aniceto. 

Este apenas podía hablar, pues había enronquecido; su pulso latía a ritmo acelerado, y sus sienes se habían inflamado. Los ojos, obcecados, se le extraviaban más allá de la ventana. 

Desde las cercanías del Árrago, centelleaban en la calidez de la noche, a través de la espectral copa de una morera, las luces de la cabaña del pastor.