CAPITULO XXIV




A medida que uno se aproximaba a la casa del cementerio, la construcción parecía ahogarse en un hermetismo absoluto. No había nada que denotase la presencia de gente en aquellos parajes. 

Los cristales de las ventanas estaban respaldados por herméticos postigos verduscos. Las paredes, que enseñaban zonas de piedra en los desconchados, eran murallas de difícil acceso. Las moreras susurraban su canción estival, acompañando al viento templado en un deambular más allá de la grava del camino, y la pesada arquitectura del abrevadero hacía de muros de un reducido embalse, al que se acercaban las cabras con el tiempo justo para beber y continuar trotando, como ahuyentadas por malos espíritus. 

Elvira se acercó a la puerta, cuya superficie marrón y raída se mostraba tan infranqueable como las tapias contiguas, a pesar de la fragilidad de la madera. Desde la supuesta huída de Rosendo, pocas veces eran vistos los dos hermanos juntos por el pueblo. 

La mujer llamó. Le respondieron tan sólo unos ladridos. Al comprobar que el golpeteo de los nudillos en la puerta no surtía efecto, decidió tocar en los vidrios de la ventana próxima, pero tampoco hubo respuesta. 

Elvira estaba a punto de regresar por donde había venido cuando oyó unos ruidos dentro de la vivienda y, a los pocos segundos, se abrió un postigo de la puerta. Apareció el busto de Gertrudis, que estaba abotonándose la blusa, con el semblante demacrado por profundas ojeras.

--Hola, Elvira -dijo—. Perdona, me había quedado traspuesta. 

—Me asustaste, tesoro. Pensé que algo ocurría; me intranquilicé al escuchar a la perra. ¿Por qué cierras todo con este calor? 

Las dos mujeres intercambiaron un beso y entraron en el comedor, donde había una persistente humareda y un fuerte olor a pan quemado. 

Gertrudis dijo que había cerrado todas las aberturas de la casa para evitar que entrase la flama de julio. Para refrescar el ambiente, mantenía en marcha un ventilador en cada una de las habitaciones. En el caso de que se presentase una noche de calor, no debería ser difícil dormir en aquella atmósfera, con el aire revuelto por las hélices embravecidas. 

—¿Y Aniceto? Hace días que no se le ve. ¿Le ha recetado algo el médico? ¿Cómo sigue de la depresión? 

—Igual. Arriba está, en su dormitorio - sonó con poca fuerza la voz de Gertrudis, cuyo desaliño se manifestaba ostensiblemente en las greñas del pelo y las arrugas del vestido estampado de amarillo, uno de sus preferidos para los domingos. Calzaba unas babuchas[1] viejas, por cuyas punteras salían disparadas las uñas de los dedos gordos de ambos pies. 

En la hornilla, humeaba un cuenco de barro. La perra que observaba desde su penumbrosa ubicación junto a la chimenea, al ver entrar a la visitante, empinó las orejas y se acercó a procurar sus caricias. El zumbido de los ventiladores continuaba invadiendo la intimidad de la casa; a Elvira le dio la impresión de que se encontraba viajando en una aeronave. 

—¡Largo, Kora, largo! -exclamó Gertrudis dando unas palmadas. La perra obedeció y retornó a sentarse en su sitio, desde donde optó por contemplar la escena con la lengua colgando. 

—¿Quieres café? —preguntó Gertrudis. 

---No, gracias. Acabo de desayunar. ¡Ay, hija! Casimiro está que echa pestes. Protesta por todo. Está en la edad de los achaques, pero nunca se había comportado tan grosero. 

Gertrudis estaba frente a la hornilla con los brazos cruzados y la cabeza inclinada hacia delante, en espera de que hirviese el café. 

Sonaron unos pasos en los escalones; las botas de Aniceto golpeaban con fuerza ansiando alcanzar el piso inferior. El enterrador aflojó el paso a medio tramo de escaleras, al ver a Elvira en la silla que él iba a ocupar para la merienda. 

Sin decir palabra, se sentó a la mesa, en el lugar opuesto. Sin abrir la boca adoptó la actitud propia del que se encuentra ausente y no repara en su entorno. A Elvira se le escapó un monosílabo de sorpresa, pues no esperaba ver al sepulturero en facha tan deplorable. 

Descamisado y sin afeitar, desprendía un notorio efluvio procedente del sudor. Traía los pómulos pálidos y el pelo de un color ceniza, lo que podía ser atribuido a unas canas incipientes, o a polvo de cemento. Una desgarradora tristeza impregnaba sus ojos sombríos, empequeñecidos en el fondo de cuencas cárdenas. Poca diferencia podría existir entre él y algunos cuerpos conservados bajo tierra, a pocos metros de allí. 

---Casimiro te echa de menos, Aniceto — dijo Elvira, reponiéndose de la impresión recibida-. Deberías venir a casa. No es bueno que te encierres. Eso va también por ti, Gertru. La interpelada apartó el café del fuego y lo repartió en dos tazas. Colocó la vasija de barro en el fregadero, y, al contacto con el agua del grifo, se produjo un fuerte siseo con desprendimiento de vapor. 

—Para ti, más leche que café –ordenó Gertrudis a Aniceto, que asintió con un monosílabo. Delante de él, sobre el fondo barnizado de la mesa destacaba el destello amarillo de dos píldoras—. Con esas pastillas le han prohibido el café y el alcohol -concluyó dirigiéndose a su amiga. 

Los hermanos embadurnaron varias tostadas con manteca y se pusieron a comer. Habían cambiado las cosas en aquel hogar, donde ya no se preparaban migas, el plato fuerte de Aniceto. 

Gertrudis masticaba con la boca cerrada lentamente, como si digiriese un alimento en mal estado. Aniceto se había tomado las medicinas y comía con avidez al tiempo que fijaba la mirada continuamente en un punto y otro de la pared excepto en los ojos grises de Elvira, la cual consideraba aquel silencio como la actitud que adopta una persona concentrada en la comida. 

--Como te he dicho, Gertru -rompió Elvira la tensa calma con su locuacidad—, estoy preocupada con Casimiro; se pasa la mayor parte del día quejándose en una silla de la trastienda. Se parece a Horacio, el pobre, cuando estaba enfermito poco antes de morir, que se acurrucaba en un rincón y allí se pasaba las horas con los ojos tristes y el hocico pegado al suelo—puso ojos de lechuza ante un prolongado eructo que soltó Aniceto—. Dicen que se nos murió de viejo, pero yo digo que fue de la pena que le entró al faltarle su Kitty, la que atropellaron en la carretera. 

—¿Le ha visto don Servando? -preguntó Gertrudis. 

—Sí. Dice que la úlcera tiende a ir a peor por culpa de los nervios. Lo de vosotros le ha afectado mucho. 

Nadie siguió hablando. Aniceto se levantó y salió por la puerta sin despedirse, no sin antes aliviar su flatulencia con otro golpe de aire. La lógica pausa que provocó la sonora y ruda intervención de Aniceto fue interrumpida por el rumor lejano de una motocicleta. 

—Ha adelgazado el pobre -dijo Elvira, por aliviar la sorpresa, sin salir de su perplejidad—. Me voy corriendo para la tienda. Mi marido está solo, y no me fío. Le falla la cabeza. Ayer fue a meter unos quesos en el congelador. Fíjate. Iba a congelar los quesos que están para vender y se me enfadó cuando le dije que los colocase en la vitrina del frigorífico. Qué lucha me ha mandado Dios con este hombre -los dedos de Elvira se ocuparon en hacer rodar maniáticamente las cuentas de un rosario que acababa de extraer de un bolsillo--. Encomiéndate a la Virgen Santísima. Rézale cada día, hija -dejó su preciado objeto sobre la mesa—. ¿Puedo ver al príncipe de la casa antes de irme? 

Gertrudis asintió, intentando por todos los medios que no le aflorase a la cara la incomodidad que le había causado la visita. 

Trabajosamente, la buena mujer ascendió los dos tramos de escalera, y a los pocos instantes sonaron unos gritos de alegría en el piso de arriba. 

---¡Ay, que cosa más linda! Ven a los brazos de esta vieja gruñona, cariño! ¡Si yo tuviera tus añitos!-chasquearon, uno tras otro, varios besos—. ¿Te bajo con mamá? 

---Déjalo que duerma un poco más antes de comer -pidió Gertrudis. 

—Buenos días -dijo Nicolás aporreando la puerta abierta con una manaza—. ¿Está Aniceto? 

---Yo me voy, Gertrudis -intervino Elvira, que bajaba ya las escaleras y vio en la llegada del desconocido el momento oportuno para dar por terminada su visita. 

—Acaba de marcharse—respondió Gertrudis dirigiéndose al recién llegado—. Debe estar por el río. ¿Para qué lo quieres? 

—Quería saludarle, nada más. Me he hecho cargo del cementerio mientras Aniceto esté de baja. 

De pie ante la puerta, la carota redonda y rosada del visitante hacía juego con su vestimenta exterior, consistente en una camisa y un pantalón amarillos de aspecto polvoriento. 

Gertrudis vio cómo el grueso enterrador, una vez que hubo enfilado la recta de las moreras, estuvo a punto de perder el equilibrio conduciendo su motocicleta al pasar junto a Elvira; después, el conjunto hombre máquina giró, zigzagueante, a la derecha en dirección a los eucaliptos. 

La frágil figura de la mujer continuaba su camino. Elvira había envejecido. Todos, en realidad, habían cambiado en los dos últimos meses incluso los árboles, que echaban hojas menos verdes que nunca.


                                                                               * * *


Surgió Nicolás conduciendo su moto por encima del repecho entre los eucaliptos. Se veía ridícula la pequeña Derbi bajo su carga de carne humana. 

—¿Cómo va la cosa, Aniceto? -preguntó una vez que puso pie en tierra y paró el motor. 

Aniceto no contestó. A orillas del Arrago, sentado sobre la misma roca desde la que dos años antes había caído Gertrudis al agua, contemplaba, de espaldas al recién llegado, la arboleda de la margen opuesta. El viento agitaba su camisa verde, totalmente desabrochada y por fuera de los pantalones. 

Por fin se giró, pero siguió inmerso en un mundo que sólo él podía entender. Sus rizos, otrora negros, aparecían agrisados y su desabrido gesto revelaba el borrascoso huracán que sacudía su alma. Paulatinamente, había caído en aquel estado durante la primavera y los dos primeros meses del verano. 

Al percatarse del estado de su compañero, Nicolás decidió marcharse empujando su vehículo para no molestarle con el ruido del motor. 



                                                                   * * *


Habían transcurrido las primeras jornadas de agosto, un mes más tórrido que lo había sido su predecesor, y cada jueves al mediodía, según lo acordado con don Evaristo, Nicolás se desplazaba a Cadalso. 

—¡Hola, Gertrudis! Con permiso voy a entrar en el cementerio -advirtió llamando a la puerta de la casa. 

Kora se puso a ladrar y salió a husmear los neumáticos de la moto de Nicolás. 

—¿Como llega tan tarde hoy? - preguntó Gertrudis desde el fregadero. 

—Esta mañana ha habido entierro en Descargamaría -respondió el sepulturero, atravesando el comedor hasta la puerta del corral, y salió al recinto del camposanto. 

—¡Calla, Kora, que vas a despertar a Ramón! —exclamó Gertrudis entornando la puerta trasera, con los ojos muy abiertos y el pelo desenmarañado como el de una bruja condenada a ser quemada en la hoguera. 

Retiró de la mesa el cesto con las últimas puestas de las gallinas y lo dejó en el rincón de la hornilla. El mimbre volcó, y dos huevos rodaron hasta estrellarse en el suelo. Sin preocuparse del incidente, la mujer se recogió el pelo en una cola de caballo y la sujetó con una cinta elástica que extrajo del delantal. Se volvió hacia donde se encontraba su hermano sentado, el cual ni siquiera había reparado en la presencia de Nicolás cuando éste pasó por delante de él.

—Mira qué... -espetó con los brazos en jarra—. ¿Es ésa postura de un hombre? Todo el día apoltronado. Levanta de la silla esas pelotas, que ya no te sirven para nada. 

Se acercó a Aniceto, que, sentado a la mesa con la cabeza apoyada en una mano, contemplaba, abúlico, cómo la uña ennegrecida de su pulgar agrandaba la única mella que había conseguido abrir en la flamante superficie de la madera. 

Gertrudis lo zamarreó por detrás, asiéndole por los hombros, y lo abofeteó; la huella enrojecida de unos dedos quedaron plasmadas en el cuello, en aquella cabeza, cuya visión hacía dos años le había hecho perder el pudor para dar el paso más trascendental de su vida: liberar una pasión contenida, ardiéndole en las entrañas, y que ya no era más que ceniza apagada. 

Aniceto dio un tremendo puñetazo en la mesa y se puso en pie, reaccionando ante la repentina bofetada y el fragrante atentado contra su hombría. 

—¿Qué ha pasado entre nosotros? -sin arrepentirse de su acritud y dureza, Gertrudis, desafiante, trataba de hallar una explicación a la mutación de amor a odio, o tal vez desencanto, que se había producido en sus sentimientos—. Maldito seas, cuando más falta me haces, te pones así. No eres el hombre que me deslumbró... 

—¡Déjame en paz! ¡Vete al carajo! -gritó él sin mirar a su hermana. 

Gertrudis, preocupada por la presencia de Nicolás en el cementerio, prefirió callar, pues el dialogo estaba subiendo de tono. 

Aniceto se levantó y salió a grandes zancadas hacia el pilón. En su camisa habían aparecido grandes manchas de sudor, que se le pegaban a la piel en pecho y espalda. De poco le servían los ventiladores, que funcionaban constantemente en la casa para atenuar la elevada temperatura del verano. 

Una vez en el abrevadero, se apoyó con ambas manos en el cemento caliente del borde y hundió la cabeza en la frescura durante unos segundos. Cuando la extrajo, aspiró el aire caliente con ansiedad y la sacudió como si fuese un perro al que le hubiesen vaciado un cubo de agua encima. 

Sus dientes castañeaban y sus ojos lanzaban chispas hacia las inanimadas moreras, unos árboles que le habían acompañado toda la vida, habían visto crecer arrugas en las frentes de los mayores y ahora en la suya propia. 

No habiendo nadie alrededor en quien descargar la ira, su frustración y odio salieron disparados hacia aquellos inocentes inanimados. Maldijo sus troncos rebosantes de vejez, llenos de nudos, y pidió en voz alta al diablo que “las ramas permaneciesen colgadas, secándose durante años, día a día, hasta que de los vecinos de Cadalso no quedase ni una mota de polvo en aquel basurero de carroña y huesos”. 

Inhaló aire otra vez y se pasó ambas manos por los rizos del cabello; la humedad le había hecho bien en las sienes, aliviándole del sofoco de la tarde. Con la caricia de una ráfaga de viento, Losada se alejó en dirección al olivar, que se interponía entre las moreras y los eucaliptos.


[1] calzado de cuero ancho y flexible, utilizado normalmente para andar por casa