CAPITULO XXV




Nicolás no se explicaba cómo podía emanar olor tan fétido de la tumba que acababa de abrir. Después de un de un siglo, no podía ser debido al calor estival. Su experiencia como enterrador le estaba jugando una mala pasada. 

Atisbó a través del fino hueco que había dejado la losa, al ser desplazada menos de medio metro de su sitio, pero no pudo distinguir nada en la oscuridad. 

A fuerza de empujar, desplazó el viejo mármol hasta dejar al descubierto la abertura rectangular de aquel antro. El sol trazó una veta de ocre en la pared izquierda del sepulcro, húmeda y gris. 

A Nicolás le invadió una segunda oleada de hedor, más intensa que la primera. Se llevó una mano a la boca para contener una arcada y vomitó sin remedio. Le asoló un repentino temor delante de la fosa hasta tal punto que vaciló antes de asomarse al agujero. 

Escupió y se limpió los labios con el brazo al ver un cuerpo humano con indumentaria actual y con señales de descomposición avanzada en el rostro y manos. 

Temblando como nunca lo había hecho en su vida, se esforzó por serenarse, pensando que aquello era una alucinación. ¿Quién había depositado ese cadáver reciente allí? ¿Y sin ataúd? 

En el centro del comedor, a través de la ventana, Gertrudis contemplaba, tras la discusión con Aniceto, el espectáculo de la peana de la cruz, empequeñecida delante de los cipreses, que, un par de horas antes del crepúsculo, adquiría un atractivo tono rojizo. 

Sintió un punzante dolor de cabeza. El incidente, lleno de reproches, con su hermano no había sido más que otro de una serie de disputas que, a lo largo del tiempo, habían aumentado la distancia en la incestuosa pareja. 

Cada uno mantenía una postura intransigente en una mutua imputación de culpas. La terquedad no hacía más que poner de manifiesto la crisis que había minado la relación entre los amantes cuando, paradójicamente, Rosendo ya no se interponía entre ellos. 

Una nube cargada de eléctrica inquietud flotaba en el ambiente como si algo inesperado estuviese a punto de suceder. Una premonición hizo que Gertrudis desviase la mirada y divisó la cabeza de Nicolás despuntando por encima de unos crisantemos. Había una mueca de horrorizado estupor en su semblante. 

A Gertrudis le extrañó el gesto de asombro y la actitud indecisa del sepulturero, que, repetidamente miraba hacia abajo, reculaba y avanzaba para volver a mirar. Se cuestionó qué le ocurría a Nicolás, que no se movía de la tumba del cura. 

De repente, el corazón pareció que iba a salírsele por la boca. Apostaría la vida que aquel majadero simplón había hallado el cadáver de Rosendo. No podía ser otra la causa a la vista del rostro descompuesto del enterrador. ¿Cómo, entonces, Aniceto había asegurado que, tratándose de la sepultura antigua de un sacerdote, no se removerían los restos de ella? 

El sepulturero echó a andar hacia la casa, arrastrando su adiposa figura. En los labios traía restos de vómito. 

Gertrudis se sintió como si de pronto le hubiesen quitado un vestido grueso para dejarla desnuda con su pecado a la vista de todos. ¿Cómo avisar a Aniceto?¿Qué podría decir a Nicolás, al que le faltaban pocos metros para llegar a la puerta del corral? 

Retrocedió unos pasos hasta tropezar con la mesa, permaneció inmóvil unos segundos, pero reaccionó en seguida y subió por las escaleras para refugiarse en el dormitorio, donde tomó a Ramoncito en brazos y le puso una mano en la boca para que no gritase. 

En la mesita de noche de Rosendo, un montón de colillas cubría el cenicero. La ropa de la cama doble estaba desordenada por el suelo, unida al colchón sólo por un lateral. Todo esto daba idea del desbarajuste que imperaba en la casa. 

—¡Gertrudis! —nadie respondió a las desesperadas llamadas del sepulturero; el más absoluto silencio atenazaba el piso bajo. 

En el rincón formado por el armario y la pared, Gertrudis percibió, alrededor del cuello, la opresiva acción de una soga que se estrechaba más y más hasta conocer la angustia que provoca la escasez de aire. 

Apretó a su hijo contra sí, temiendo que a Nicolás se le ocurriese correr escaleras arriba y toparse con el dormitorio, la primera habitación que encontraría a su paso. Permaneció quieta, aguantando la respiración, y oyó el disco del teléfono girando hasta completar los guarismos de una llamada. 

—¿Es el cuartelillo? Aquí el cementerio... Soy Nicolás, el sustituto de Aniceto. Venid cuanto antes. He descubierto un muerto sin caja en una fosa... —las palabras le salían atropelladas—, quiero decir que hay un muerto nuevo en una fosa vieja..., un muerto de verdad, que han dejado... ¡Oiga, que no me estoy cachondeando[1] de usted, coño! 

Cuando Gertrudis escuchó las palabras entrecortadas de Nicolás, se le nubló la vista y se le vinieron encima las paredes y el techo de la habitación. Había sido descubierto, de la manera más absurda e insospechada, el crimen de Aniceto. ¿De Aniceto? Gertrudis se sentía tan culpable como su hermano por haber actuado como instigadora. 

Ramoncito miraba, asustado, por encima de la mano de su madre, que seguía tapándole la boca. A través de la ventana una ráfaga de aire trajo el lenguaje adormecedor de los árboles y un remolino de polvo desplazándose por la explanada hasta el pilón. 

Una de las tareas que le había encomendado el ayuntamiento de Cadalso a Nicolás fue la de echar a la fosa común los restos contenidos en todas las sepulturas pasadas de fecha, una vez vencidos ampliamente los plazos para el traslado de aquellos a los osarios. El azar había querido que, por un error en la confección de la lista, figurase en el encabezamiento de la misma, con el número uno por ser el más antiguo, el sepulcro del cura, que era a perpetuidad y no debía ser tocado. 

Desde su escondite junto al armario, Gertrudis percibía debajo de sus propios pies los pasos apresurados de la corpulencia de Nicolás, trasladándose de un lado a otro del comedor, subido en un tren de nervios. 

El ánimo de Gertrudis, que se había mostrado siempre como una muralla indestructible, se debilitaba por momentos; no podría evitar por más tiempo su caída total. La mujer se apoyó contra la pared, en el angosto rincón. 

No sabía cómo actuar, dudaba ante aquella situación totalmente nueva. Le preocupaba la extraña ausencia de Aniceto y le aterraba la proximidad de una noche en la que se iba a encontrar sola. 

A pesar de su azoramiento, no se le pasó por alto que la policía podría acudir al cementerio de un momento a otro, después de la angustiosa llamada de Nicolás. Debía salir de allí en seguida. 

El ajetreo de antes en el piso de abajo había cesado. Nicolás no se encontraba en la casa.



[1] cachondearse: burlarse