CAPITULO XXVI




La noche empezaba a ennegrecer las sinuosidades de la sierra, con Aniceto vagando entre los olivos. Caminaba atolondrado, como si sus espaldas estuviesen soportando todo el peso del planeta. Las glebas[1] endurecidas del terreno le producían dolorosas torceduras de tobillos. Como alivio, el aire trajo unos suaves olores desde el huerto de Pasitos, anexo al aprisco donde se guarecían las cabras. 

A pesar del acaloramiento de su mente, alterada por la reciente discusión con Gertrudis, Aniceto sabía que había llegado a los dominios de su viejo amigo Antonio, quien siempre estaba a mano para compartir una charla, sazonada por el humo de un cigarro. 

Cuando la desesperación entra en fase aguda, se produce en el raciocinio un nublado que distorsiona la realidad. Aniceto necesitaba enfriar la fragua encendida de sus onerosas reflexiones. Su único afán era librarse de la enorme carga que lo estaba aplastando como a un mísero escarabajo. Necesitaba huir de sí mismo. 

El pastor acababa de encender los candiles dentro de su vivienda, una chabola[2] ensamblada con pallets de madera y otros materiales que habían sobrado de la construcción del pequeño almacén en la trastienda de Casimiro. 

En el negror de los eucaliptos se perdía, con la inaugurada pesadez de la noche, la policromía de los cartones y plásticos que hacían de paredes bajo un techo de uralita[3] en la humilde construcción. 

A pesar de la pobreza del sitio, se respiraba quietud y buen gusto hasta en los detalles más insignificantes, especialmente en la disposición del miserable mobiliario. Una mesa de madera sin desbastar, que Aniceto reconoció como suya y de la que Gertrudis había decidido deshacerse antes de su boda, soportaba varios manojos de acelgas y unos calabacines. Unas sillas de metal, aún en buen estado, parecían sostener las débiles paredes que amenazaban con caerse en cualquier momento. El hueco de la puerta lo formaban listones troceados y sujetos a la estructura mediante clavos. 

Antonio Pasitos tomó a su amigo por un brazo y le obligó a situarse junto al palanganero. 

—Algu no te deja vivil. Te conozcu como si zuera tu padri -dijo, colocándose ante el espejo, y vertió agua en la jofaina—. Mira, yo estoy acostumbrau a chillalis a las cabras, peru tengu suficienti capasiá pa dalmi cuenta cuando un hombri necesita echal pa zuera la jansia que le quema por dentru. 

Aniceto se refrescó los brazos y el tórax mientras Pasitos removía con un cucharón de madera el contenido de un caldero mediano, humeando sobre un trébede. 

—¿Quieres rebujonis? -ofreció. 

Al primer bocado Aniceto se abrasó la lengua. Pasitos le contemplaba, sin pestañear, con ojos de aguililla astuta, pero cargados de comprensión; conocedor de que un grave problema agobiaba el espíritu de su amigo. Afuera, los mastines se pusieron a ladrar al mismo tiempo. 

—Debe sel una liebri -comentó Antonio. 

Ofreció un cigarrillo a Aniceto y dejó el paquete encima de una banqueta, donde yacían un mechero de yesca[4] y un vaso con el fondo lleno de lo que quedaba de una infusión de hierba. 

—Pasitos, he sido un canalla y un mal nacido —se desahogó Aniceto, con un lamento, en lo que era el preludio de una sincera confesión que se habría de prolongar durante media hora. 

A medida que el agitado enterrador se tranquilizaba vaciando su pecado, sus palabras hilaban argumentos lógicos y creíbles. Su atento oyente ponía al rojo vivo la punta de su cigarrillo con una calada tras otra. De pronto, unos ladridos tronaron a través de la puerta. Entró Kora y se postró a los pies de su dueño. Lloriqueó como si intuyera que su amo estaba atravesando por un mal momento. 

Aniceto constató entonces que con aquella confesión había perdido definitivamente a Gertrudis; no sólo a la única amante de su vida, a la que acababa de traicionar con su relato, sino a la hermana cuyos lazos de sangre había sido capaz de romper en pro de un maravilloso amor. Sus hombros estaban arqueados, como si les hubiesen echado ochenta años encima, y en sus ojos habían nacido patas de gallo, como las raíces crispadas de un alcornoque abatido en tierra. 

Pasaron unos instantes de prolongado mutismo, durante los cuales ni Pasitos ni Aniceto osaron abrir los labios. La perra, expectante, aguardaba unas órdenes que su amo era incapaz de dar. Aniceto refugió el rostro entre las manos y exteriorizó el coletazo final de su tormento. El fiel animal lamía las manos húmedas de su dueño.



                                                                               * * *



No lejos de allí, Gertrudis, que había abandonado la casa antes de que se pudiera presentar la Guardia Civil, temblaba oculta en unos matorrales entre los olivos. Sujetando a Ramoncito contra su pecho, comprendió que no podía permanecer más tiempo en aquel lugar, ya que podría ser descubierta. Sus instintos materno y de conservación le dictaron la pauta a seguir: Escapar, correr. 

Y así lo hizo sin rumbo fijo, desorientada. Sus pies eran como ruedas de una maquinaria incapaz de ser detenida. El niño chillaba con desesperación, víctima del zarandeo al que era sometido. 

A la mujer la guiaba una fuerza desconocida arrastrándola hacia algún lugar del mundo donde pudieran encontrarse ella y su hijo fuera de peligro. 

En la oscuridad tomó a ciegas un sendero estrecho con la suficiente inclinación para que sus piernas aumentasen el ritmo de la carrera. Se le trabó un pie en un grupo de arrayanes que arrancaba de las moreras y se espesaba en el olivar. En el atolondramiento se le desprendió una de las zapatillas. 

Las ramas del suelo se le clavaban en el pie descalzo como agujas y, para mayor sufrimiento, unas ortigas se cebaron en sus tobillos por unos segundos. Gertrudis iba dejando tras de sí un rastro de sangre. Cuantiosas lágrimas le rodaban mejillas abajo y se unían a la transpiración de la frente del niño, que no cesaba en su llanto al abrigo del pecho materno. 

La pendiente parecía no tener fin. Los pies de Gertrudis se alternaban, uno tras otro, a gran velocidad, hasta que un obstáculo se interpuso inesperadamente en su camino. Se desplomó a consecuencia del fuerte impacto de su rodilla contra el duro objeto. Sintió un dolor irresistible, tremendo, pero a pesar de la caída, no soltó a Ramón. 

Se levantó con un grito y en la oscuridad extendió la mano libre hacia delante, pero no encontró nada. Bajó el brazo y palpó una piedra de aristas vivas, aún templada por el calor diurno. 

En Gertrudis se empezó a producir una cadena de visiones extrañas, alucinaciones sucesivas de su vida, escenas de la infancia inverosímilmente reales. Sintió cómo una voz no olvidada le susurraba algo, cómo su madre la abrazaba mientras que unas manos pequeñas y endurecidas por el trabajo hacían un manojo con su pelo hasta formar una cola de caballo. La evocación repentina de su madre le hizo tomar aliento para combatir el cansancio que la estaba destruyendo. 

La oscuridad era impenetrable. Volvió a tocar el muro, cuya altura no le superaba el vientre, y acarició una piedra y otra. Aquella pared se interponía en el trayecto que a ciegas había elegido la fugitiva, la cual lanzó los ojos hacia el otro lado del muro. Ante ella se reafirmó el rosario de apariciones, de instantáneas familiares, que descendían y se repetían en una secuencia tras otra: el rostro curtido de su padre, el hombre débil y sin carácter que la había alimentado y educado a la ligera, sin preocuparse en profundidad por sus sufrimientos; su madre, otra vez su madre, una mujer que había pasado sin pena ni gloria por la vida, unida a un marido por los vínculos sagrados del matrimonio; pero sometida a la voluntad de su hermano, el avasallador tío Agustín, un tipo de personalidad acusada, que, sólo con la voz, hacía que el mundo, temeroso, se pusiese a sus pies, acostumbrado a que le satisficieran todos sus caprichos, absolutamente todos. “No, por favor, tío Agustín. No me obligues, que me da asco”, se quejó Gertrudis, expresándose enajenada, reviviendo los instantes escabrosos que habían marcado su infancia y su vida adulta. 

Una sonrisa se dibujó en la boca barbuda de su tío. Su madre, cuya imagen empezó a esfumarse, con lágrimas en los ojos, musitó algo que Gertrudis no acertó a oír. El rostro de su padre no aparecía completo y sus ojos no la miraban, como si sintiera vergüenza de su propia pusilanimidad. La imagen del tío Agustín continuó sonriendo burlona hasta que su expresión se tomó demoníaca. 

—¡Aquí! -gritó alguien con un calzado de mujer en la mano. Unas voces se acercaron entre ladridos de podencos. 

Gertrudis se había entregado ya a aquel escenario, invisible a cualquiera que no fuese ella. Depositó a Ramoncito encima del muro. Ante ella apareció ahora, a mayor velocidad, una multitud de instantáneas, una especie de película con los hechos más relevantes de su existencia. 

—¡Mi cabo, hay una toquilla de niño en ese arrayán! -advirtió un miembro de la Benemérita. En aquel instante, haces de luces comenzaron a cruzarse entre sí tratando de converger en un solo punto, como si estuviesen buscando un bombardero enemigo en la noche. 

Gertrudis se subió encima de la pared y miró hacia abajo. Aún no había acabado la espectral procesión. De la cara del tío Agustín sólo quedaban los ojos, unos ojos malvados que no pestañearon ni una sola vez hasta que se desvanecieron. 

Inesperadamente, surgió otra aparición, la que completaba el espectral escenario, el siniestro juego de fantasmas: la cara de Rosendo ensangrentada; sin embargo, una lenta mutación se iba produciendo en la imagen hasta que el semblante enrojecido quedó libre de todo vestigio sanguinolento y recuperó la serena gravedad que siempre le había caracterizado en vida. 

Sus ojos estaban cargados de amor, exentos de odio. La sonrisa tierna que mostraban los labios de aquel espectro, con sus peculiares comisuras, demostraba con toda seguridad que Rosendo no le guardaba rencor a su mujer y que la seguía amando incluso más allá de la muerte. 

—¡Perdón!¡Perdón! -gritó la desgraciada poniendo los brazos en cruz. 

Seguidamente se dejó caer de bruces, esperando una condena, una penitencia para purgar su horrible pecado, en un afán a la desesperada por hallar la reparación de sus errores. Su castigo fue mayor, pues no le fue concedida la visión espectral, ni siquiera la presencia viva del hombre que amaba con locura, su hermano Aniceto, cuya suerte en aquellos momentos era otra. 

—Apareció el crío! -gritó el cabo, que llegó acompañado de un número—. ¡Eusebio, tómalo con cuidado, que no se caiga al pozo! -ordenó manteniendo el haz luminoso de su linterna por debajo del bulto indefenso del brocal, para no asustar a la criatura. 

El guardia se acercó y se hizo cargo de Ramoncito, que lloraba desconsoladamente buscando la protección de los brazos que le habían abandonado. Sus deditos se aferraron a las trinchas del agente, quien se apartó del borde con la delicada carga. 

En el fondo del pozo seco de Antonio Pasitos, yacía la figura de Gertrudis en una postura grotesca; la posición forzada de la cabeza indicaba que la mujer se había roto el cuello. Sus ojos vítreos miraron a los chorros de luz que la deslumbraban desde arriba, los cordones umbilicales que aún la unían al mundo. Abrió la boca para decir algo y expiró. 

Kora, que hasta entonces había permanecido con los demás perros rastreadores, se separó de la manada y colocó sus patas delanteras en el brocal para auparse. El animal empezó a aullar lastimeramente, y su llanto podía oírse en Cadalso, en el Alto de Santibáñez, en el castillo, en toda la amplitud del valle. Gemía intentando proyectar su hocico hacia el interior del agujero. Su ama, inmóvil bajo las luces de las linternas, no le gritaba como una tarde de agosto, dos años antes, en que aquélla había resbalado y caído al Árrago. 

Una hora después, se detenían ante el cuartel dos patrulleros de la Guardia Civil. Del primero descendió Aniceto, con escolta y esposado. Su sonrisa irónica y sus ojos extraviados evidenciaban que había perdido la razón. 

El sepulturero fue recibido con gritos de criminal y asesino por gran parte de los vecinos congregados, algunos en ropa de dormir, tras ser conocida la entrega voluntaria del homicida, acompañado por Antonio el pastor. Varios agentes tuvieron que formar un cordón de protección para evitar un linchamiento. 

Del segundo vehículo descendió el agente con Ramoncito en brazos. De él también bajó el alcalde, que se dirigió hacia el grupo en el que se encontraban Casimiro y Elvira, desconsolados. Don Evaristo apoyó una mano en el hombro del primero. 

—Ya lo decía yo -musitó con ojos lagrimosos-. No podía ser cierto que Rosendo, mi secretario y buen amigo, hubiera sido capaz de pegarle a su mujer y dejarla abandonada con el niño. El era un hombre íntegro, en cuya inocencia creí siempre. 

Casimiro no pudo responder, no le salían las palabras, y el alcalde, sacando fuerzas del fondo agotado de su espíritu, hizo por dominarse y recobrar la serenidad. Se debía más que nunca a su cargo, y una buena carga de penoso trabajo se le avecinaba en los días venideros, como calmar los ánimos de los vecinos y disponer lo necesario para ofrecerle a Rosendo el sepelio que merecía. Entre los actos oficiales iba a firmar en seguida un bando declarando tres días de luto en la aldea. Entró en el cuartel, donde su figura quedó absorbida por uniformes verdes y tricornios. 

—¿Y qué va a ser de ese niño ahora? — Elvira miró a su esposo.

—Ahí tienes al hijo que no te pude dar—fue la respuesta sencilla y espontánea que recibió Elvira como el chorro de agua que brota de una piedra, firme pero reconfortante. 

Ella, que había hecho mención tantas veces de los conflictos a los que se verían abocados Gertrudis y Rosendo por los cuidados de aquel deficiente psíquico, lloró de emoción ante el gesto de Casimiro. Aceptó el ofrecimiento de éste y el nuevo desafío que le presentaba el futuro. 

Se abrazó a su esposo. Casimiro la besó en la frente con la dulzura que engendra el amor maduro, cuando el tiempo está a punto de unir y cerrar para siempre los eslabones extremos de la cadena de la vida.



                                                                           FIN




[1] terrones que se levantan con el arado
[2] choza
[3] material frágil cuya denominación coincide con el nombre del fábricante y que se utiliza para techumbres modestas
[4] materia muy seca, para que cualquier chispa prenda en ella, usada en antiguos encendedores de cigarrillos, sobre todo en las zonas rurales