EPILOGO




Al día siguiente, a media mañana, Pasitos, con su decrépita figura bamboleándose, entra en el camino de las moreras. Inesperadamente se le une Kora en rebeldía, como de costumbre, jugueteando con el ganado.

Las voces autoritarias que Antonio lanza en vano para reconducir la piara se estrellan contra las hojas mudas de los árboles y rebotan en las paredes de la vivienda clausurada y del camposanto.

Se detiene el pastor unos instantes para observar con tristeza el estático abrevadero. Es desolador el escenario que ofrecen las tapias y la cancela del cementerio. El cuenco de leche para los dos hermanos permanece vacío ante el portal cerrado de la casa.

Como si se hubiesen puesto todas de acuerdo, las cabras desobedecen las últimas órdenes de su dueño y lo dejan sólo, aislado, para hallar alivio contra la sed en el oasis del pilón.