CAPITULO III

Con los brazos cruzados, Casimiro apoyaba la montaña de su cuerpo en el mostrador del establecimiento de coloniales que poseía, conocido como el bazar porque allí se vendía de todo.

 A su derecha, ocupaba parte del mostrador una gran quesera con el cristal enturbiado por las emanaciones del producto que protegía.. Un olor rancio a chacinas[1] se mezclaba con el dulce efluvio de las chucherías[2] infantiles que llenaban una vitrina al fondo del local.

--Poca gente entra hoy, Elvira -dijo, decidido a echar el cerrojo.

--¿A dónde vas? —preguntó su mujer desde la trastienda. 

--No me gusta abrir los domingos para cuatro gatos; además, hoy es tu cumpleaños, y no se trabaja —arguyó con malhumor el tendero, cuya edad acababa de rebasar la mitad de los sesenta. Lo que le sobraba de estatura lo poseía en exceso de carácter. 

Elvira procuraba que las aguas no superaran el nivel debido y sabía sujetar con inteligencia a su marido, un badajocense afincado en la sierra noroeste de Cáceres. 

Ella, de talante más dócil, mantenía el equilibrio justo, actuando como sagaz moderadora, no sólo en la vida conyugal sino también en la manera de administrar el negocio. Era mujer de profundas creencias religiosas, que no faltaba nunca a la primera misa de los domingos.

--Siempre te sales con la tuya— protestó Casimiro, descorriendo la cortina, y se asomó a la calle. 

--¡Buenos días nos dé Dios! —fue el expresivo saludo de Aniceto, que subía la cuesta con un ramo en la mano--. Traigo unos claveles para tu mujer de parte de Gertrudis--Ya dentro de la tienda exclamó-: ¡Felicidades, Elvira! 

Por detrás del hombro de Casimiro surgió la cara alargada y sonriente de la mujer, que aquella mañana había cumplido sesenta años. 

Al contrario que su marido, Elvira era de estatura normal y más bien delgada, con el cabello gris y corto. Agradeció el regalo y se retiró mientras olía las flores. El cliente hizo el pedido de la compra.

--¿Cuándo te vas a echar novia, Aniceto? --soltó Casimiro por iniciar conversación--. Ya es hora de que te cases. 

--¿Novia, dices? ¿Quién se va a fijar en mí? --respondió el enterrador, no sin amargura-. ¿Qué zagala[3] va a escamondar ropa que huele a muerto? Hace tiempo me resigné a ello. Menos mal que está Gertrudis. 

--Pero tú no puedes contar con ella siempre, hombre. No seas egoísta. Lo normal es que tu hermana un día se case; es guapa—dijo Casimiro colocando los víveres en el mostrador--. Ahí tienes a Rosendo, el secretario del ayuntamiento, que no la deja un momento. Yo, si no es por Elvira, estaría más solo que la una; lo mismo le sucede a ella. No tenemos hijos, y es por culpa mía. En eso sí que Dios se olvidó de nosotros. 

Casimiro calló y se puso a bisbisar[4] mientras sumaba, con un lápiz grueso, los números que había garabateado en un papel de estraza[5].

--Y con el negocio, ¿qué piensas hacer? –preguntó Aniceto al verificar que su amigo, después de repasar la suma, montaba el útil de escribir sobre una oreja.

--Buena pregunta—Casimiro sonrió introduciendo los géneros en una bolsa de plástico--. Será para el primero de nosotros dos que tú no tengas que enterrar. Bromas aparte, Aniceto. Esto pesa. Elvira, la pobre, no puede con el reuma. Yo tampoco tengo edad para andar acarreando bultos. Cualquier día se me cambian los cables, y se lo vendo todo a quien me dé, aunque sean, tres duros.

Era casi la una de la tarde. Un sol hambriento de piedras había alcanzado el portal de la tienda y remarcaba las caprichosas grietas del poyete[6].

En el exterior, imperaban el sonido pausado de unas herraduras y e! trasiego lento de los fieles que provenían de la segunda misa en la Concepción; una antigua iglesia con fachada de granito, construida en una plazoleta entre sol y sombra, accesible sólo por la calle Valiente, donde estaba ubicado el establecimiento de Casimiro.

Con la compra colgando de una mano, Aniceto caminó dejándose llevar cuesta abajo, en busca del R-8.

Instantes después, e! vehículo culebreaba a lo largo de un kilómetro entre añosos castaños hasta una encrucijada de caminos; uno se estiraba entre las dos filas de moreras que morían frente a la entrada de! camposanto y el otro, flanqueado por airosos eucaliptos, descendía a la izquierda hasta el río Árrago.

Cuando Aniceto alcanzó la zona poblada de moreras, el murmullo silbante que lanzaban le hizo recordar una mañana de su niñez, cuando Gertrudita le trajo un puñado de hojas que tío Agustín había arrancado para los gusanos de seda, unos cilindrillos blancos y ondulantes, de textura fría, que crecían en el interior de una caja de zapatos acribillada de agujeros.


                                                                    * * *


Para Rosendo, la mañana del domingo se volatilizó en una hora de paseo con Gertrudis por la población.

Para no toparse con don Evaristo Narváez, el alcalde, y verse en la situación incómoda de remachar, una y otra vez, lo discutido en plenos anteriores, habían evitado la calle Real, donde destacaba la casa de la autoridad local, un pesado edificio de dos plantas con el relieve de un escudo de armas en la fachada de piedra.

Los novios estuvieron acompañados por Ana, la amiga de Gertrudis, que no se despegó de ellos en ningún instante.

Aquella soltera empedernida, cuarentona, hablaba hasta por las orejas; tal era su caudal oratorio que no permitió a la pareja tratar asuntos de su incumbencia. El regreso se realizó en el Land Rover del municipio, y la despedida entre Gertrudis y Rosendo se. limitó a un beso rápido en la mejilla.


                                                                            * * *


El secretario de la corporación municipal entró en la Providencia, el único bar que se encontraba en las callejas próximas al recinto porticado de la aldea, la Plaza Mayor. Le gustaba pasar desapercibido, y se sentó en el rincón junto a un grueso tonel de vino de pitarra[7], cuya espita[8] mal cerrada estaba formando una pequeña laguna rojiza en el suelo.

En aquel lugar navegaba la mente de nuestro hombre sorbiendo un chato[9] de vino, o comiendo el menú del día.

Rosendo colocó junto a su vaso un cuaderno de crucigramas. Sumergirse en aquellos huecos cuadrados era su pasatiempo predilecto, y poseía tanta pericia en cruzar palabras que solía dar con el vocablo preciso aún sin haber terminado de leer el planteamiento del problema; en esta ocasión, no obstante, se quedó varado en el 6 vertical: asteroide número 57, descubierto por Luther.

Intentó rememorar la solución tan trillada, pero resultó en vano; su mente divagaba por otros derroteros. Soltó el lápiz, bebió el contenido del vaso y lo volvió a llenar bajo el grifo[10] del tonel.

Contemplando las mareantes letras mezcladas alrededor de los recuadros negros, encogió la frente y los labios, remarcando sus largas comisuras; así le ocurría cuando meditaba. Bajo las gafas su expresión era seca, parecida a la de un intelectual.

Daban vueltas las poleas de su pensamiento con la imagen de Gertrudis, belleza que no se había entregado todavía a ningún hombre.

Él ansiaba recibir aquella virgen por derecho de matrimonio, pero no antes. Los prejuicios adquiridos en la pubertad, sobre todo el respeto hacia su novia, habían levantado una barrera entre los sentimientos y el deseo; sin embargo, en noches febriles, soñaba con acariciar las intimas sinuosidades de la mujer, con desnudarla entusiasmado como un adolescente. Un calor intenso le consumía las entrañas hasta el punto de hacerle hervir la sangre.

A sus cuarenta y tres años, Rosendo se había prendado de ella un día que la vio entrar, por vez primera, en el ayuntamiento para exponer unas quejas sobre el abastecimiento de agua.

Le hechizó el soniquete[11] de aquella voz, carente de zafiedad, con timbre distinto al de otras chicas del pueblo; le deslumbró la tez, fresca y lisa como la porcelana, en la que se movían unos labios finos de líneas perfectas.

Aquella aparición le hizo borrar de su mente, en poco tiempo, un amor que había alimentado en Cáceres, pero al que nunca había dado promesa de matrimonio.

Reconoció que no estuvo bien lo que había hecho para conseguir a Gertrudis: utilizar el ardid[12] de hacerla volver con alguna excusa a la casa consistorial en varias ocasiones para recrearse con el redondeado contorno de las caderas femeninas y los ojos oscuros de la muchacha, que eran del mismo tono que los de Aniceto. Ésta, a fuerza de visitar al secretario, fue entablando amistad con él hasta que un sábado de noviembre se les vio a los dos juntos por vez primera; él iba, como siempre, vestido de gris oscuro y ella, encopetada en un abrigo verde.

Consumido que hubo el vino, Rosendo depositó una moneda sobre la mesa. Sin aguardar el cambio, abandonó el establecimiento y se alejó calle arriba. Se le habían ido las ganas de comer.



[1] cecinas
[2] golosinas
[3] en Extremadura, mujer muy joven
[4] musitar
[5] papel áspero, sin cola y sin blanquear que se utiliza para empacar
[6] asiento de piedra en la puerta de una casa
[7] especie de vino casero
[8] llave de tonel
[9] vaso bajo y ancho
[10] llave
[11] sonido que se percibe poco
[12] medio empleado hábilmente para conseguir un intento