CAPITULO IX

Gertrudis preparaba la cena. Rosendo sacó una botella de vino del mueble aparador, la aprisionó entre las rodillas y, poniéndose rojo como un copihue, consiguió extraer el tapón con un sacacorchos; sirvió a su cuñado y, posteriormente, lo hizo a sí mismo. 
—Estoy pensando comprar un coche -dijo sosteniendo el vaso con ambas manos ante la nariz. Tomó un sorbo. 

—¿Un coche? --preguntó Gertrudis encogiendo los ojos y apartando apresuradamente unas chuletas de cerdo de la sartén—. Si tienes el vehículo de la alcaldía a tu disposición, no sé para qué necesitas un coche. 

—Nos daría independencia -dijo Rosendo dejando la bebida sobre la mesa. Miró a su cuñado, que mantenía los ojos perdidos en el rincón de la cocina como si estuviese bajo los efectos del hipnotismo—. Así no tendría que estar pendiente de los caprichos de don Evaristo. Me empieza a agobiar ese hombre; me llama a horas fuera de oficina para preguntar cuatro chorradas que muy bien podemos resolver en el trabajo. Y todo porque me deja usar el Land Rover para mis asuntos particulares. Si tuviéramos un coche, podríamos depender más de nosotros mismos. 

Una de las virtudes de Rosendo era el irrefutable pragmatismo que procuraba aplicar a todos los actos de su vida. 

Admitió que don Evaristo se portaba excelentemente con él, y por ello comenzaba a deberle ya bastantes favores. Raro era el día en que aquél no le llamaba para evacuar alguna consulta; el alcalde era persona insegura, y precisaba del báculo del secretario para tomar decisiones. 

A pesar de su aparente ausencia, con la mirada fija en la pared, Aniceto no era ajeno a la conversación de Rosendo y Gertrudis. Reconoció que una gran dosis de verdad resplandecía siempre del lado de aquel perspicaz sabelotodo; no obstante, había un hecho que el marido no alcanzaba a distinguir: la infidelidad de su esposa. 

El enterrador sustentaba, además de unos celos voraces, una tremenda envidia porque a él le había sido vedado un aprendizaje escolar profundo; lo único que había podido asimilar eran las cuatro reglas aritméticas y contornear laboriosamente, con plumilla, el alfabeto en cuadernos de caligrafía que don Pedro, un abulense dedicado a la docencia en Cadalso, le traía a Aniceto padre con el ruego de que se pusiesen los Losada, todos juntos, a trabajar durante las noches, después de la cena.

Había sido empeño del maestro que al menos Aniceto y Gertrudis adquiriesen los conocimientos mínimos necesarios para desenvolverse en la vida. 

—Cuñado. ¿Qué dices a todo esto? - preguntó Rosendo al observar el mutismo prolongado de Aniceto. 

—¿Y qué voy a decir yo? ¿Soy alguien en la casa? 

—Claro que eres alguien —apostilló Gertrudis en seguida—. Eres mi hermano, y tus opiniones son siempre tenidas en cuenta. 

—Eso es verdad -coreó Rosendo. 

—Mi parecer no vale para nada. Diga lo que diga, tú harás lo que más te convenga. 

—Pero eso no es óbice para que puedas decir algo, ¿no? --insistió Rosendo y se levantó a calentar un puchero con café en la hornilla. 

El vocablo óbice le resultaba familiar a Aniceto, por haberlo oído en películas de tribunales y abogados en la televisión, aunque no acertaba a entender su significado. 

 --Es tu vida —dijo al fin Aniceto, dispuesto a arrimar sardinas a su asador—. Yo no puedo inmiscuirme en ella, pero si quieres mi parecer, te diré que Gertru lleva razón. Disponiendo del vehículo del ayuntamiento, no tiene sentido que te metas en gastos superfluos con un coche.

Gertrudis guardó silencio y miró, agradecida, a su hermano porque Aniceto, con la exposición de su dictamen, contribuía a que Rosendo no ganase la independencia que codiciaba; autonomía que no interesaba a los amantes, pues conllevaba el riesgo de un alejamiento indeseado entre ellos. 

Rosendo se echó una prenda corta de abrigo por encima de los hombros y salió con su taza de café al hielo de la noche. Gertrudis fue tras él, pero antes de llegar a la puerta, se puso un dedo índice en la boca a la vez que miraba a Aniceto y le guiñó un ojo. 

Kora estaba echada junto a la lumbre y lanzaba esporádicos gruñidos tratando de conciliar un sueño que no llegaba. 

Aniceto ya había terminado de comer cuando Gertrudis reapareció y cerró la puerta. Al pasar junto a él, su hermana le obsequió con un pellizco fugaz en el dorso de la mano. 

Aquel toque encendió la pasión del hombre, quien tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para no levantarse y salir detrás de Gertrudis ante la eventualidad de que regresara su cuñado.