CAPITULO VI

Fue un sábado de encendido júbilo cuando Gertrudis y Rosendo se unieron en matrimonio en la parroquia de la Concepción. El ágape había sido encargado por el novio en el bar de la Providencia, cuyo propietario era un tipo de carácter difícil, pero un experto en cocina local, al que habían asistido sus dos hermanos en el sacrificio de varios cabritos y conejos. 

La mayoría de los vecinos acudieron a la boda del secretario del ayuntamiento y de Gertrudis, una soltera a la que nunca se le había conocido hombre alguno, aparte del que acababa de convertirse en su esposo. 

El Seat85O del alcalde abandonó el pueblo, tras cruzar el pequeño puente de la acequia, y enfiló, en dirección al lugar del convite, una extensa explanada al aire libre entre Cadalso y Descargamaría por la que se esparcían árboles copudos. Un buen número de coches y motocicletas secundaban al automóvil oficial, revestido de cintas y con lazos blancos en las empuñaduras de las puertas. 

En el llano humeaban unos calderos cociendo grandes cantidades de arroz con costillas y chorizo, amén de conejos estofados; a la sombra de un enorme y nudoso alcornoque, una tarta de varios pisos ocupaba el lugar central de una mesa larga cubierta por manteles blancos, a la que se habían sentado los anfitriones y la corporación municipal de Cadalso. 

El vino y la cerveza enguachinaban[1] ya los estómagos de los comensales. Don Evaristo se puso en pie con intención de dirigir unas palabras en medio de la eufórica algazara, y Rosendo adoptó su característico aire severo. 

--¡Tesoro!--susurró al oído de Gertrudis, que conversaba con Elvira y Ana, sentadas en la hilera de invitados frente a ella--. Atiende, por favor. 

--¡Silencio! --exclamó el alcalde, después de tragar el bocado que le quedaba en la boca y hacer sonar su vaso con un tenedor. Sus abultadas mejillas estaban más rosadas que nunca junto al tieso bigote--. Quiero brindar a la salud de los novios: mi secretario, Rosendo, y Gertrudis, su linda esposa. Por vuestra felicidad -levantó la copa hacia los nuevos esposos y bebió el contenido de un trago--. ¡Que tengáis muchos críos, señal de que funcionas, Rosendo! -cambió de tono y, soltando una carcajada, desplomó su pequeña figura en la silla, más por el peso del pitarra y del cuchifrito[2] que por el de sus propias carnes. 

Su esposa le propinó un doloroso pellizco en el brazo a la vez que Casimiro y los demás coreaban la intervención con un ferviente aplauso y risotadas. 

Gertrudis resplandecía dentro de la ordenada fila de comensales. Contrastaba como el día y la noche su vestido de hielo con el traje gris oscuro y el lazo de pajarita[3] del mismo color que llevaba su marido. 

Rosendo, que se había despojado de las gafas, se puso en pie con los ojos engurruñidos; su pelo, cuidadosamente engominado, respondía con destellos a los mensajes luminosos de un sol casi otoñal. La novia no hacía más que sonreír con una amplia gama de muecas apretadas, mientras que las puntas de sus dedos recorrían con suavidad el cristal de la copa. 

—Don Evaristo, convecinos —dijo el recién casado correspondiendo al brindis—. Deseo agradecer vuestra asistencia al día de mis esponsales, el más feliz de mi vida. Sabed que me llevo una joya y espero que la pueda lucir siempre en mi corazón como lo hago hoy. Ojalá seáis testigos por muchos años. Gracias a todos—emocionado se volvió hacia Gertrudis y la besó en la boca. 

Parece inverosímil cómo se puede transformar la conducta de un hombre ante un acontecimiento trascendental en su vida, sobre todo cuando se cree arropado por la sombra de su mujer. 

Rosendo era otro, no cambiaría esos momentos por nada; había esperado mucho para la ocasión. Aquel día había desaparecido la persistente gravedad de su semblante porque, desde que había llegado al convite, no podía ocultar sus dientes, de satisfacción. Aniceto, en un traje claro, estaba sentado a la derecha de su hermana, entre ésta y Casimiro. Nadie estaba habituado a verle llevando corbata y un vestuario que no fuera ropa de faena, por lo que resaltaba con descaro la tinta marrón que habían creado sobre su rostro y manos las horas de exposición al sol. Sus grandes ojos rasgados se movían de un punto a otro, paseándose por cada semblante. 

Se sentía alicorto y sin libertad de movimientos, observado simultáneamente por un enjambre de personas que respiraban vanidad y disimulo; unos seres que derramaban alegría porque les estaban llenando la panza; sin embargo, al día siguiente, todos volverían a ser como antes. 

Frente a Aniceto se sentaba, tras un refresco, don José, el párroco que había oficiado el enlace; las pelusillas canas de sus cabellos se estremecían al más leve soplo del aire. El de la sotana, con semblante animado, hablaba con un acento dulzón, de origen gallego, cuando se lo permitían dos conocidas santurronas, una a cada lado, que le habían pedido que las dejase salir con los cepillos a recaudar los donativos en las misas. 

El ácido de unos celos morbosos corroía el corazón de Aniceto al imaginar que aquella noche su hermana sería de otro. Le había sido impuesto un triángulo que él no tuvo más remedio que aceptar, y, sin proponérselo, odiaba ya a Rosendo con todas sus fuerzas. 

Detestaba la pantomima del ágape, pero por no desairar ni dejar en mal lugar a Gertrudis, compartió el alborozo de los asistentes.


                                                                      * * *


La tarde iba cediendo, y la luz del sol se deslizaba sosegadamente por las dehesas en busca del ocaso, al alcance del primer hálito de la noche; de igual modo, en la altura de Santibáñez se apagaban lentamente las ruinas del castillo, que como una perla rosada se cernía sobre la comarca. 

 Abajo, en el claro, entre alcornoques y castaños, se iban quedando vacías las mesas, salpicadas de vasos, restos de bebidas y platos con huesos roídos de calderetes y otros manjares. Morían las hogueras transformándose en polvorientas cenizas, lanzando columnas de humo cada vez más denso, que saturaba el entorno con la transparencia de un tul azulado. 

Cuando más perceptible era la atmósfera fresca en el valle, aparecieron los pinches[4] y mozos para borrar con agua los acentos rutilantes de las fogatas bajo los calderos y plegar mesas y sillas. Entre los pocos vehículos que permanecían en la explanada se encontraba el de don Evaristo, que no paraba de bromear con el nuevo matrimonio. 

Gertrudis ya no estaba tan radiante y, aunque su vestido continuaba inmaculado, su rostro había adquirido la habitual palidez; no así el de Rosendo, cuyas mejillas estaban teñidas de un eufórico rubor a causa del vino. Se había desprovisto de la chaqueta. Del cuello abierto de su camisa había volado la pajarita. 

A corta distancia, Aniceto se hallaba sentado sobre un resalte del terreno, aspirando el frescor de unos helechos. Desde aquel punto sus ojos podían acariciar las cimas de los olivos que trepaban por la colina de la aldea hasta la parte superior, donde se apiñaban los sangrientos tejados de Cadalso alrededor de la espadaña, un triángulo con dos campanas sobre la base y otra pequeña bajo el vértice superior, aplastado todo por el peso del cielo. 

A Aniceto le costaba admitir que Rosendo se hubiese convertido en su cuñado, un “don nadie“ llegado de la ciudad, al que no le había importado lamerle el trasero al alcalde hasta conseguir el puesto de secretario. 

—Se casó la Gertrudis -dijo Casimiro dando una palmada en el hombro a su amigo y se sentó a su vera—. Ya te lo dije. Algún día tenía que pasar. ¡Eh, que te estoy hablando! --exclamó sacudiendo el brazo de su compañero al ver que no le atendía. 

—Este es uno de los pocos placeres baratos que nos da la vida -continuó y se llevó a la boca el habano que le habían entregado a los postres—. Mira. Me lo voy a quemar a la salud de los novios. A propósito, buen partido se lleva la Gertru. Rosendo es un tío excelente, servicial y trabajador. Me he enterado que el matrimonio se queda a vivir contigo en el cementerio. 

—Así es. Gertrudis no me quiere dejar solo—respondió Aniceto con voz opaca. 

—Muchacho, quien se casa, casa quiere. Es inmiscuirme en lo que no me importa, pero los matrimonios deben estar independientes como los conejos en las madrigueras. Yo, por vivir con mis suegros, me pasé media vida llena de disgustos. Perdona. Creo que estoy metiendo la pata hasta el muslo... 

—Gertrudis y yo estamos muy unidos desde que éramos niños —interrumpió Aniceto—. Así nos educaron. Tú sabes lo antiguo que eran aquí; hasta para salir los domingos, mis padres nos exigían que fuésemos los hermanos juntos a todas partes, de la mano. 

—¿No me voy a acordar? -Casimiro escupió una partícula de tabaco—. La buenaza de tu madre os acompañaba hasta el paseo y, después, ella y tu padre venían a por vosotros—hizo una pausa—. Oye. No estás nada mal hoy; eso comentaban las mujeres. Me dijo Elvira que había pendientes de ti un par de solteronas, las que estaban con el cura. A ver si te arrimas. Vamos, deja ya ese bulo[5] tuyo de que no se fijan las mujeres en ti porque eres el enterrador. Búscate una buena hembra y cásate. 

Aquellas palabras se estrellaron en el muro de los tímpanos de Aniceto, cuya mente estaba ocupada con el recuerdo de su hermana vestida de blanco, ante el altar, en el momento del matrimonio. Giró la cabeza, ignorando a Casimiro, y lo que vio no fue una ensoñación, ni una imagen elaborada por la fantasía, sino una diva radiante cuyo vestido, contagiado por los violetas rosados y sedosos del atardecer, contrastaba con su cabello oscuro, recogido y sin velo. 

Los recién casados se preparaban para abordar el ochocientos cincuenta del alcalde. Gertrudis hizo señas a su hermano. 

—¿Te vienes? -preguntó. 

Aniceto se levantó y se despidió apresuradamente de Casimiro. Don Evaristo aguardaba al volante de su coche. 

La pareja se acomodó en el asiento posterior y Aniceto, delante, junto a la primera autoridad. Rosendo, bebido y pálido, mantenía los ojos a medio cerrar y las comisuras de los labios caídas. 

Ya estaba oscuro cuando el alumbrado del vehículo sorteó los troncos pintados de blanco de los primeros castaños que bordeaban la carretera, a un kilómetro del pueblo. Los ocupantes viajaban mudos, con los cuerpos y los estómagos afectados por los excesos gastronómicos. 

Un par de minutos después, el haz de luces desenterró de la noche el adobe amarillento de la tapia del camposanto. El coche bordeó el abrevadero y se detuvo frente a la puerta de la vivienda, donde el alcalde se despidió de Rosendo y Gertrudis, no sin antes recordarles que Casimiro y Elvira habían quedado en recogerles en un par de horas para conducirles a Cáceres, de donde la pareja tenía previsto salir, al día siguiente, en viaje de luna de miel para Lisboa y Oporto. 

Rosendo abrió la puerta de la vivienda y dejó que entrase primero Gertrudis. Aniceto, que había sido el último en descender del vehículo, se iba convenciendo, a medida que se acercaba a la casa, de que allí ya no era más que un visitante, un extraño. 

Cuando se detuvo en el umbral, pudo ver la falseada brillantez del interior iluminado; las paredes del hueco de la escalera reflejaban en amarillos las luces de la araña del comedor. 

Desde luego, aquélla no era la pieza espaciosa y humilde donde su hermana y él habían comido a diario y hecho vida en común, donde Kora campeaba a su antojo y se sentaba dócilmente debajo de la mesa, a esperar que una mano caritativa le obsequiase con un trozo de alimento. 

El mobiliario había sido reemplazado por nuevas adquisiciones, que prestaban al lugar un aspecto artificial y engañoso. Hasta la chimenea había sido remozada con una nueva campana, y los ladrillos del hogar habían sido escrupulosamente limpiados de hollín. El viejo aparador negro continuaba en el mismo emplazamiento; esa reliquia familiar era lo único suyo que quedaba en la habitación. 

Aniceto había sido testigo de los cambios una semana antes de la ceremonia, pero hasta ahora no había tomado conciencia de la contundente realidad; era como si toda su vida anterior en aquella casa no hubiese sido más que una quimera. 

Rosendo dejó caer la chaqueta en el sofá y se arremangó las mangas de la camisa. Sin abrir los labios, el sepulturero se sentó a la mesa, cuya superficie lustrosa desprendía un tufo suave de barniz, y observó a su cuñado ascender, tambaleante, hasta el piso de arriba. 

Para adecuarlo a su nueva utilización, el dormitorio de Gertrudis había sido modificado sustancialmente con una cama doble de caoba y dos mesitas de noche de idéntico material, todo adquirido por Rosendo. 

Presa del pudor, la recién casada, de pie al otro lado del lecho, no se decidía a cambiarse delante de su marido; así se lo hizo saber a éste, quien vaciló un momento antes de salir al pasillo. 

A pesar de que Rosendo se encontraba aturdido por la elevada ingesta de alcohol, poseía suficiente entendimiento para convenir que aquella situación no le encajaba; ¿por qué se mostraba Gertrudis esquiva en el día de sus esponsales? 

La tentación y el despecho le consumían por partida doble. Miró la puerta que le vedaba el acceso a la intimidad de su mujer; después, observó con decepción la estrecha franja luminosa entre el borde inferior de la hoja y el piso. A pesar de su enojo, se moría por abrazar a la que ya era su cónyuge y que se encontraba al otro lado de la madera, fuera de su alcance. Exteriorizó un rictus, mezcla de estupidez e ira. 

--¡Abre, Gertrudis! -gritó Rosendo, incapaz de controlar la uniformidad del lenguaje a causa de la borrachera—. Te queda... mucho? 

—No. Ya estoy casi lista. 

—Voy a... entrar, cariño -advirtió al tiempo que presionaba el pomo[6]. Constató con pesar que la puerta estaba bloqueada por dentro. 

u figura vacilaba sobre los pies, clavados en el suelo como una barca a merced de las olas. 

—Por favor, Rosendo, estás mareado, y tenemos que marchamos—fue la respuesta que recibió con voz apagada a través del grosor de la madera. 

El masculló una maldición. 

Un minuto después la puerta se abrió, y apareció Gertrudis pálida, sin afeites ni pintura en el rostro, ataviada con un sencillo vestido azul oscuro de mangas largas y una rebeca gris en la mano. En sus ojos había restos corridos de maquillaje, que no podían ocultar las huellas de un llanto reciente. 

—El equipaje está dentro de la maleta -dijo—, pero no puedo cerrarla. Te espero abajo. 

Pasó por delante de su marido y descendió por las escaleras. Rosendo entró en el dormitorio y, soltando un suspiro de resignación, se dejó caer de espaldas sobre la cama, junto a un maletón abierto, del que sobresalía una montaña de ropa.


[1] enguachinar: llenar de agua una cosa en exceso
[2] comida típica
[3] humita
[4] auxiliares de cocina
[5] noticia falsa
[6] asidero esférico para accionar la chapa de una puerta