CAPITULO IV

Un cielo azul cubría la comarca. Hacía más de una quincena que el verano caldeaba las copas de las moreras, plagadas de verdes que emparejaban armónicamente con el ocre de las tapias del camposanto. 

En Cadalso, los tejados se agolpaban alrededor de la espadaña[1] de la iglesia como rubíes de una corona regia. Las laderas del monte sobre el que se asentaba el pueblo eran recorridas por escalones de cortafuegos, flanqueados por vetustos olivares. 

Antonio Pasitos emergió, cojeando, del paseo de las moreras y siguió por un lateral del camposanto, en busca de la pared norte, delante de la cual se extendía el liso pastizal en el que las cabras solían poner a prueba sus dientes. 

La casa de Aniceto Losada, el enterrador, parecería desierta a no ser por la constante presencia del Renault-8 de éste, próximo a la puerta o al abrevadero. 

Rosendo había llamado por la mañana a Gertrudis para advertirle que aquella noche no iría a verla porque don Evaristo Narváez el le necesitaba para despachar asuntos de máxima urgencia. 

Aniceto, que llevaba puesta una camisa rosa, con el faldón por fuera de los pantalones, se encontraba sentado en un banco de la calle principal del cementerio. 

En aquella jornada sin enterramientos, consumía las horas de tedio esparciendo los dados de póquer que escupía un cubilete[2] al ser golpeado boca abajo sobre los ladrillos. El fruncimiento de las pobladas cejas negras y el sonido seco de cada jugada revelaban que no le estaba saliendo el solitario entretenimiento a nuestro hombre como era de esperar. 

No se le pasaba por alto que su hermana estaba poco comunicativa últimamente y que ignoraba a Rosendo adrede. Absorto en estas y otras reflexiones, a Aniceto le sorprendió el atardecer, cuando las sombras se arrastraban con lentitud y traían unas horas de frescor al valle, envolviendo la vegetación en un tenue velo oscuro. 

Una hora después, Gertrudis encendió la lámpara del porche, cuya débil luminosidad hizo que aflorara el bulto gris anaranjado del pilón y atrajo a un grupo de polillas y mosquitos. Detrás, se adivinaba el marco amorfo de un paisaje en negro, constituido por la masa amorfa de los primeros árboles. 

--Deberíamos colocar una bombilla[3] más fuerte—sugirió Aniceto desde el salón. 

--¿Para qué más? Si lo dices por los ladrones, quién se va a atrever a darnos un susto aquí? --arguyó Gertrudis y volvió a entrar para repartir los huevos escalfados[4], que humeaban desde una sopera en el centro de la mesa--. Es con esa lámpara, y ya tenemos a los mosquitos molestando. 

Los estómagos se sentían hambrientos, y los dos hermanos se sentaron a cenar. Aniceto saboreó la sopa caliente. 

--¿Te sientes solo? –inquirió Gertrudis de pronto, sin diálogo previo, y con la mirada fija en el plato. 

--Bueno,...estoy contigo, ¿no? –respondió Aniceto, que no esperaba la pregunta. 

--Me refiero si echas de menos a una esposa que te ponga de comer, que te haga feliz, como hacía madre con padre. Pronto va a ser la feria del ajo en Gata —continuó Gertrudis—. Allí hay buenas mozas. ¿No se te apetece arrimarte a alguna? El que necesita mujer tiene que procurársela; difícil es que venga a su casa. Mira, el pueblo está que da pena; la juventud se está yendo a la ciudad, y aquí no quedan más que gente desahuciada y soltera, aburrida como nosotros. Imperó un largo silencio, durante el cual sólo era perceptible el sonido característico de las cucharas cada vez que aterrizaban en los platos. 

--¿Y tú, por qué no has tenido novio antes de Rosendo? —inquirió Aniceto. 

La expresión de Gertrudis se endureció; un velo de tristeza cubrió sus ojos, que se alejaron de su hermano, intentando atravesar la pared. Guardó silencio. 

--¿Qué harías si me saliese una mujer? — preguntó de nuevo Aniceto. 

--Pues... respetarla. Ella sería tu esposa, y yo tendría que quererla como cuñada. Lo que me extraña es que no te hayas bebido todavía los vientos detrás de alguna de aquí, o de Gata, qué sé yo. Un hombre no puede estar mucho tiempo sin...—calló de repente al darse cuenta que se le había soltado la lengua; tras un embarazoso titubeo, se levantó y salió al porche. 

Desde su cenit, la luna en cuarto creciente transmitía un resplandor suave a la arboleda y deformaba su rostro mojado en las aguas temblonas del abrevadero. 

Aniceto se quedó como una estatua, pues Gertrudis había sacado a la palestra un tema espinoso para él. 

En aquel momento, evocó las frustradas experiencias sexuales con la Filo. Reconocía que, después de aquellos infructuosos tanteos, nunca había dejado de sentir excitaciones frecuentes, acompañadas de un calor intenso, las cuales satisfacía él mismo en solitario. 

A raíz de los inolvidables días de su servicio militar en Barcelona, se había hecho una firme promesa: nunca iría como un perro en celo detrás de las mujeres. Se levantó y se acercó a su hermana, que se encontraba de espaldas junto al pilón, con la mirada perdida en la lóbrega infinitud. 

--¿Qué te ocurre? —preguntó, confuso, colocándose al lado de ella. 

--Nada —respondió Gertrudis, nerviosa—. Se ve que no conoces al otro sexo, cuando una mujer intenta ocultar algo por vergüenza; algo que está harta de mantener escondido. Con la edad que tienes, todavía no te has despabilado—hizo una pausa--. Si te dije antes que te buscaras a una, fue por decir algo... ¿Le has puesto el pienso[5] a la perra?-Gertrudis regresó al interior de la casa para sentarse de nuevo a comer. Segundos después, estalló--: ¡Voy a creer que eres imbécil, o que no te gustan las mujeres! 

Cada vez más sorprendido, Aniceto permaneció envarado durante unos instantes junto al abrevadero. Se repuso y regresó. Ocupó el mismo lugar en la mesa que antes, frente a Gertrudis. 

Una sensación que ya había experimentado tímidamente en ocasiones anteriores se estaba reproduciendo en su interior. Empezaba a no ser dueño de sí mismo, incapaz de dominar la turbación que le estaban produciendo aquellos ojos marrones, embrujadores, que se presentaban ante los suyos con un brillo inusual y desafiante. 

Gertrudis soltó el cubierto sobre el plato con un sonido agudo, influida por el ambiente embarazoso que ella misma había creado. La situación había llegado a un punto irreversible. 

Azorada, se levantó para coger un frutero con manzanas de lo alto del frigorífico. Desde allí, detrás de Aniceto, observó el estirado pilar del cuello masculino, que, al alcance de sus dedos, surgía de aquellas espaldas tan deseadas en sueños. Un fuego empezó a bajarle desde el esófago hacia el vientre. Su pecho se estremeció. Con la conversación tensa de unos minutos antes había insinuado algo que nunca se habría atrevido a llevar a cabo. Se sintió embravecida. Tenía que ser resuelta; ya no se conformaba simplemente con un roce disimulado o un beso fraternal. Si no era en ese momento, tendría que esperar Dios sabe cuánto antes de que se le presentase otra ocasión propicia. 

Al fin su mano derecha, temblorosa, rozó como pluma de ave el cuello moreno de Aniceto. En menos de un segundo, tras el repentino sobrecogimiento que sacudió al hombre de pies a cabeza, éste se inclinó hacia atrás en respuesta al inesperado contacto. Gertrudis, entonces, enterró sus dedos en los rizos masculinos. Un voraz incendio acababa de estallar en ambos corazones. 

Invadido por un pudoroso temor, y a la vez atrevida pasión, Aniceto, sin volverse, cogió la mano de Gertrudis, se la llevó a la boca y la besó. Evitaba mirar a su hermana abiertamente. Ella se agachó sobre él, con los ojos cerrados, en busca de su rostro. 

Sin que las miradas se encontrasen, como si se avergonzaran de las pecaminosas caricias que se iban a prodigar, casaron los labios en un deleitoso beso para saborear la dulce golosina de su espontáneo apasionamiento. 

Sin interrumpir el ósculo, Aniceto arrastró la silla hacia atrás para separarse de la mesa y, acto seguido, trajo el cuerpo de su hermana hacia sí con tal fuerza que ésta quedó sentada sobre su regazo. En aquella posición los dos se entregaron a toda suerte de tocamientos. 

El corazón del hombre era un poderoso tantán que alentaba su sangre con un ímpetu inusitado. Por su parte, Gertrudis, consumida en deseos, al fin había hecho realidad su sueño íntimo: exteriorizar el amor que sentía por su hermano desde la pubertad, una atracción incestuosa que ya nada ni nadie podría detener.

--Me gustabas desde antes de la primera regla —alcanzó a confesar ella con la voz ronca por la emoción. 

Como una luz que se enciende de pronto, en aquel preciso momento Aniceto comprendió el motivo de su consuetudinaria desazón, y es que en lo más recóndito de su ser había albergado por Gertrudis, sin saberlo, un sentimiento muy peculiar que sus convicciones tradicionales no admitían por considerarlo opuesto a las leyes de la naturaleza. 

Tuvieron que ser la espontánea fogosidad y la atrevida actuación de su hermana las que consiguieran abrir las férreas esposas que habían sujetado los libidinosos instintos varoniles hasta entonces. 

--¿Qué diría madre si nos viese? --inquinó Aniceto mientras acariciaba las entrepiernas de su hermana. La mano quedó firmemente atrapada entre los muslos nacarinos. 

--Ojalá lo entendiera, porque yo no me sentiría culpable. 

--¿Y qué va a ser de Rosendo? 

--No lo sé—dijo ella, desenfrenada, y hundió ambas manos en el crespo cabello de su hermano--. No me hables de él ahora porque estoy que ardo por ti. 

Ambos se levantaron y se dirigieron al dormitorio de Aniceto, envueltos en frenesí amoroso; apenas podían mantener el equilibrio mientras se arrastraban escaleras arriba. 

A los pocos minutos, la piel suave que cubría los pechos y el vientre desnudo de Gertrudis se tiñó de plata bajo el aro de la noche, en tenue contraste con la tez oscura de Aniceto. El astro mostraba su dorada dicotomía tras el vaporoso filo de una nube, como suspendido en las alturas, para escuchar los altísonos jadeos que no tardaron en producirse.


                                                                      * * *


Transcurrían los últimos días de julio, y los dos hermanos, sacando partido de su aislamiento, ponían a prueba la resistencia de sus cuerpos con incestuosas cópulas. 

Aniceto vio cómo, en un mes de actividad sexual, había recuperado su potencia viril, reprimida, tras dejar a un lado los absurdos complejos de juventud. 

Nadie del pueblo ni de los visitantes al camposanto sospechaba lo más mínimo de la aberrante relación, pues aunque, ocasionalmente, Aniceto y Gertrudis eran vistos caminar juntos en el crepúsculo y sentarse sobre el borde del pilón, procuraban que sus ademanes no les delataran. 

Una tarde calurosa, acababa de ser enterrada la esposa de don Servando, el médico de Cadalso. Mientras los últimos deudos y vecinos abandonaban el cementerio, la delgada hechura de Elvira, precedida por Casimiro, cerró, con parsimonia, la cancela[6] del recinto tras dejar salir al último visitante. 

El sepulturero, armado con las herramientas y el cubo de la mezcla, se encaminó, seguido por su fiel Kora, hacia el osario familiar para entregarse a nostálgicos recuerdos. 

Llegado que hubo a la pared donde reposaba la familia, unas lágrimas pujantes humedecieron la argamasa que emblanquecía sus dedos. “Madre, padre, no me reprochéis lo que está pasando entre Gertru y yo”, musitó con la conciencia socavada por la implacable piqueta de los remordimientos. 

Aniceto se veía desbordado por la incontrolable excitación que su hermana provocaba en él. “¿Por qué no me mandaste a otra, Señor? ¿Por qué ha tenido que ser ella?”, imploró escudándose en esas preguntas para lavar, de algún modo, la mugre de su pecado. 

Desde la cabecera de una sepultura, Kora movía el rabo, con las orejas en punta y la cabeza levemente inclinada, mientras contemplaba a su amo, como si le resultase divertido el flébil monólogo de aquel ser, cautivo de inconsolable pesar. 

Quince minutos después, la peculiar pareja, hombre y animal, regresaron a la verja. En los pilares de ladrillos se erguían sendos jarrones de bronce, cubiertos parcialmente por los pliegues de unos paños del mismo material. A una de las vasijas le faltaba un asa, destrozo producido durante una diversión de tiro al blanco protagonizada por el pelotón del sargento Estévez, recién terminada la guerra civil. Aniceto aún no había olvidado el día en que la tropa recibió, a cuenta de la injustificada mutilación, un merecido rapapolvo de aquel suboficial de aspecto huraño, buen amigo de Aniceto padre, que en aquel tiempo era ayudante de su cuñado Agustín, el enterrador. 

Aniceto dio por acabada la jornada y cerró el camposanto. Contempló los barrotes verdes, que reclamaban pintura, mientras sus dedos percibían la tibieza que despedía el hierro. Una brisa del sur, proveniente de las moreras, pintó el arrebol crepuscular en el agua del abrevadero con minúsculas pinceladas. 

Sentado en el borde del pilón, Aniceto observaba a Kora dando vueltas alrededor de los árboles, olfateando nerviosa algún topo oculto en la maleza. La perra no tardó en acudir, obediente, a un silbido del amo. Traía la mirada como la anochecida que se avecinaba. 

--Ven a ayudarme con las papas—Gertrudis estaba sentada a la puerta de la casa junto a un balde, sosteniendo un cuchillo de cocina en la mano derecha. 

Se levantó y entró en la vivienda para traer una silla y otro utensilio de corte, que ofreció a su hermano. Colocó el cubo en medio de los dos. 

El sepulturero se aprestó a abordar una tarea más limpia que la suya habitual, pero no menos aburrida. 

--¿Y Rosendo? —preguntó clavando la hoja de metal en la primen patata. 

--Oye, hay que quitar esas pelotillas de cabras—dijo Gertrudis ignorando la pregunta--. Mira cómo está todo de mierda. 

--Se lo diré a Pasitos. --Yo no le diría nada a él. ¿O no te das cuenta del detalle que tiene al regalarnos la leche? Mejor, callarnos y quitarla nosotros. 

Aniceto mantuvo los labios cerrados, pues al final “quitarla nosotros” significaría “barrer él”; además, en cuanto terminasen de mondar las patatas, sabía que le aguardaba una ducha relajante con Gertrudis.











[1] campanario de una sola pared


[2] vaso para jugador


[3] ampolleta


[4] cocidos en agua hirviendo


[5] alimento


[6] verja de hierro labrado muy utilizada como puerta en el sur de España y en los cementerios