CAPITULO I

Una columna pintada de blanco destacaba al frente de las dos parejas de cipreses que flanqueaban la calle principal del cementerio de Cadalso, una aldea junto a la Sierra de Gata, en el noroeste de Cáceres. Sobre el fuste, de unos tres metros de altura, había una barroca cruz de hierro circundada por una humareda pegajosa. Muy cerca, un ataúd se consumía en cenizas sobre unos matojos[1] chispeantes. 

Aniceto Losada, el enterrador, depositó sus herramientas junto a las gradas del monumento y se dirigió hacia la pared oeste, donde envejecía un mosaico de pequeños osarios. 

Solía acercarse allí una vez por semana para cambiar las flores y el agua en el nicho que contenía los restos de sus padres y del que podría haber sido su hermano mayor, fallecido cuarenta años antes, pocas horas después de haber visto la luz por primera vez. 

Después del funeral de Enriquito, su padre había instalado una lápida con un epitafio, que sobrevivía al deterioro del tiempo; en ella rezaba una inscripción poética alusiva a una madre dolorida, que había compuesto Florián, un poeta amigo de la familia y afincado en Torre de Don Miguel: 

“Mi niño, pronto sesgó
tu vida la Parca impía. 
De mi vientre te arrancó
y con ella se llevó, 
a rastras, el alma mía”.

Aniceto no pudo evitar enternecerse; le pasaba cada vez que sus ojos recorrían los versos grabados en la piedra. Nunca llegó a conocer al autor de la desgarradora composición lapidaria, pues según su padre, después del triste suceso coincidió que aquel hombre tuvo que marchar a Salamanca por motivos de enfermedad. 

Hubieron de pasar dos largos años después del fallecimiento de Enriquito hasta que el Cielo concediera a la familia la gracia de un nuevo varón, fuerte y sano, el protagonista de nuestra historia, Aniceto Losada. 

Con el sol de junio cayendo a plomo sobre los mármoles del camposanto, el enterrador alcanzó los bancos bajo los cipreses y se tendió en el que estaba a la sombra. Mientras aguardaba la victoria del sueño, Aniceto sentía en sus pómulos los primeros soplos del verano, procedentes de las cumbres de Gata, y escuchaba el chirrido soporífero de cigarras enemigas de la siesta. 

Aquella jornada había sido excepcional, y pensó que algunos humanos parecían ponerse de acuerdo hasta para morir, pues dos enterramientos en un día más una exhumación eran demasiado para una aldea de mil almas, mientras que la semana anterior se la había pasado sin cebar ni una sola tumba. Las veces que la muerte concedía un prolongado respiro, Aniceto aprovechaba el tiempo para dedicarse al mantenimiento de las sepulturas y, para variar, abría un hoyo nuevo al pie de la pared norte, única zona donde aún quedaba sitio para futuras inhumaciones. 


Finalizada la guerra civil, en los cuarenta, en aquellos años justamente llamados del hambre, el padre de Aniceto tuvo que continuar enterrando y removiendo difuntos, tarea a la que no podía renunciar debido a la carestía imperante tras la contienda fratricida. 

En su carácter de castellano auténtico habían quedado grabadas las secuelas del enfrentamiento armado, que le convirtieron en un hombre taciturno, en un trabajador que se dedicaba, a regañadientes, a la displicente labor de ayudante de sepulturero. 

Cuando volvía a casa, se arrellanaba en silencio cerca de la mesa, alrededor de la cual ya estaban sentados los demás miembros de la familia. Sobre el griterío de sus hijos, Aniceto y Gertrudita, se alzaban de vez en cuando las inútiles reprimendas de la madre y la voz ronca y autoritaria de Agustín, hemano único de ésta y sepulturero titular de Gadalso en la época. 

Durante un paseo en compañía de su padre y Gertrudita por los exteriores del cementerio, Aniceto, que no contaría más de ocho años, reparó en que el adobe del muro norte, el opuesto a aquel en que se encontraba la vivienda familiar, mostraba a media altura unos orificios con los bordes deshechos al lado de una corpulenta encina que lanzaba su tronco curvado por encima de la tapia. 

El niño introdujo un dedito en uno de los agujeros y lo sacó impregnado de gránulos terrosos. Preguntó a su padre por el origen de aquellos huecos. Ante el silencio prolongado de éste, entendió que sería mejor dejar insatisfecha su curiosidad. 

Dos noches después, el chiquillo, medio adormilado, vio las miradas de su padre y de su tío destellando recelosas, alrededor del fuego, mientras conversaban, y a Gertrudita, de tres añitos, que dormía con los brazos y la cabeza apoyados en la mesa. 

En un momento de la charla en que el tío Agustín se refirió a los frecuentes fusilamientos en las tapias del cementerio, su cuñado comentó: “Ahí viene un camión. Esta noche tenemos fiesta”. A los pocos minutos, descendió del vehículo un pelotón de soldados, a los que tomó el niño por fantasmas de gruesos capotes y polainas adentrándose en la neblina. Traían sus Mausers colgados del hombro. “Otra vez vienen a tirar cohetes, ¿verdad, mamá?”. Diez minutos después, los tiernos oídos de Aniceto oyeron falsas tracas de verbena. 

Al clarear el día, su madre no le permitió levantarse. No quería que viera a los dos hombres de la familia llevándose a los “borrachos de la fiesta”, tarea en la que se daban prisa por terminar antes de que comenzase la putrefacción de los cadáveres por la acción del sol. 

Esa mañana eran tantos los cuerpos tendidos entre lagunas de sangre y zumbidos de moscas que se quedó el pelotón de fusilamiento para ayudar a los sepultureros. 

Cuando terminaron, ya pasado el mediodía, la tropa se refrescó de pecho para arriba en el abrevadero, un pilón alargado de cemento que ocupaba parte del llano frente a la casa familiar. El sargento Estévez, al mando, conversaba con los enterradores en espera del camión que debía reconducirles a él y a los soldados al cuartel. 

---“Ojalá acabe esto pronto”, comentó el suboficial, “pero mientras queden comunistas, tenemos para largo”.


Tras unos minutos de amodorramiento, Aniceto se incorporó con el ingrediente del inquietante sueño en la saliva. Acababa de revivir esas desagradables escenas, grabadas en su cerebro por el buril de la guerra, de la que su padre y su tío se habían librado por puro azar. 

Como le había ocurrido a su padre, a Aniceto no le gustaba sepultar cadáveres, pero de los ingresos por este trabajo subsistía también su hermana Gertrudis, que continuó ocupando con él la vivienda del cementerio después del fallecimiento de su madre, la última en partir para siempre; no obstante, se consolaba ante la conclusión de que aquella tarea mal mirada era un medio seguro y honrado de ganarse el pan, como otro cualquiera. “Morirnos, nos tenemos que morir todos, ¡qué coño[2]!, y alguien tiene que enterrar esta carroña nuestra; de otra manera, no podríamos parar en el mundo”, se decía a sí mismo. A sus treinta y ocho años, sin preparación alguna, ya no le resultaba fácil alcanzar peldaños más altos en la escalera de la vida.

Aniceto bostezó. Al apoyar las palmas de las manos en el banco para desentumecer sus dedos, martirizados por el azadón y la pala, aplastó una hilera de hormigas rojas, que fluían con rapidez por una estrechísima rendija entre dos ladrillos. La visión de aquellos insectos deshechos hizo comprender a Aniceto que no era el único ser infeliz sobre la tierra.

 --¡La merienda! —avisó Gertrudis. 

Al grito de la mujer, un pardal emprendió el vuelo, sorteando un bosque de cruces herrumbrosas, y se remontó por encima de la tapia en busca de la libertad. Aniceto, tras limpiarse la mano en el tronco de un ciprés, se encaminó hacia la trasera de la casa.



                                                                        * * * 


Un mechón de cabello negro formaba graciosos rizos sobre la frente de Gertrudis, en cuya cara de corte ovalado destacaban unos ojos grandes junto a una nariz recta. Los miembros de la mujer guardaban proporción armoniosa con su estatura, más baja que la de Aniceto, y el extremo inferior de la espalda formaba un arco respingón y sensual. 

El perfil fino del rostro, cubierto por una suave palidez, era compensado por una cola de caballo que destacaba sobre los azulejos de la cocina, agrisados por el humo. En aquel rincón, el más umbrío de la casa, colgaban, por encima del fregadero, un escurreplatos de madera sin pintar y dos repisas que sustentaban varios cacharros[3] y un almirez[4]. Gertrudis era cortejada por Rosendo Hervás, el secretario del ayuntamiento, un cuarentón que se había educado en régimen de internado en Cáceres.

 --A mí se me revuelve el estómago cuando entro ahí—dijo Aniceto señalando hacia el mar helado de sepulturas—. A padre le pasaba lo mismo. Aún le recuerdo sentado donde estás tú, junto a madre. 

--Quien tenía madera para ese trabajo era tío Agustín. Él presenció mucha miseria, y eso le hizo fuerte—dijo Gertrudis evocando la figura del hermano de su madre, que había poseído un vigor y un carácter de los que había carecido su padre. Este diálogo tenía lugar en el comedor de la vivienda, cuyo mobiliario era, en términos generales, de lo más austero y sencillo. 

En el centro de la pieza, cuatro sillas con asientos de anea[5] rodeaban una mesa de color negruzco y en la pared frente a la puerta de entrada vegetaba un aparador del mismo color, que guardaba, entre adornos y cristalería pasada de moda, la vajilla de tradición familiar para las ocasiones trascendentales, así como un cestillo de mimbre repleto de huevos. En medio de la mesa destacaba una generosa ración de migas en un bol ancho, del que sobresalía el mango negro de un cucharón. Al fondo del comedor hacía de hogar un hueco ceniciento y tenebroso, del que colgaban varias badilas[6] y un fuelle, y en la esquina de la derecha se apilaba un montón de leña de olivo, restos del invierno anterior. 

Aniceto guardó silencio mientras se servía del recipiente de la mesa. Por la índole de su profesión se sentía despreciado por las chicas del pueblo, aunque no era mal parecido con un perfil interesante, que en aquel momento aparecía recortado contra el intenso contraluz de la ventana. Sus ojos eran vivos, con pupilas marrones y ardientes. 

--Si pudiera empezar de nuevo, nos marcharíamos de este pudridero—señaló. --Gertrudis se acercó a su hermano y le puso una mano en el hombro, en un gesto de alivio. Al suave contacto de los dedos se desvaneció la rigidez en las facciones masculinas.

--¿Y a dónde iríamos? ¿No estamos bien aquí?—preguntó ella.

 --De la familia sólo quedamos nosotros—Aniceto volvió el rostro hacia arriba para encontrarse con una mirada llena de resignación--. La verdad es que no sé qué haría sin ti. 

Aniceto era lo único que le quedaba a Gertrudis, la cual se agachó y le dio un beso apretando la boca contra aquella frente, ahogada en sudor cada día para ganarse el sueldo que le venía pasando el municipio desde la muerte de su padre, cuatro años atrás. Gertrudis sintió en los labios un sabor más salobre que el que le producían las migas que aún quedaban en los platos. 

--Voy a poner una lavadora—dijo caminando hacia el fregadero en el rincón de la cocina—.¿Por qué no te duchas? En tu dormitorio tienes muda limpia. Tras tomar dos sorbos de café, Aniceto subió despacio a su cuarto, donde estaba su cama impecablemente cubierta por una sábana blanca. 

Soltó el paquete de cigarrillos[7] canarios sobre la mesita de noche y encendió el transistor. Necesitaba sentirse acompañado; nada mejor que algo de música movida, para contrarrestar la soledad de muerte que le consumía y le hacía experimentar una acusada sensación de vacío interno. 

Abrió la puerta del armario para contemplar su torso desnudo en el espejo, en un intento de recuperar fuerzas de ánimo. El tambor de su piel brillaba bajo la tersura de los pectorales y abdominales, y era notoria la redondeada turgencia de los bíceps. Inspiró profundamente, orgulloso de su anatomía. 

Durante el tiempo que había permanecido en filas, fue la envidia de sus compañeros, pero a pesar de la saludable imagen que de sí mismo veía en el cristal, no le abandonaba la mezcla de intranquilidad y derrota que se fundía en el horno de su corazón. Apagó la radio.

--Gertru, ¿viene Rosendo esta noche? –inquirió en voz alta mientras se desnudaba. 

--No. Está en Cáceres, gestionando no sé qué asunto de la alcaldía—aquellas palabras sonaron difusas, absorbidas por las paredes, y al final sólo quedó el tictac del despertador perdurando inagotable, aburriendo los tímpanos con cadente monotonía; era lo único que alteraba la quietud del dormitorio. 

Cuando Aniceto se disponía a dirigirse al cuarto de baño, percibió un leve suspiro, una sombra a través del espejo del armario como un espectro fugitivo.


[1] matorrales
[2] interjección malsonante en España
[3] vasijas como ollas, cacerolas, sartenes, etc.
[4] mortero de cocina
[5] planta de cuyas hojas se hacen asientos de sillas
[6] paletas de metal para remover la lumbre
[7] cigarrillos que contienen tabaco negro elaborado en las Islas Canarias, muy populares en la época