CAPITULO VII

Aniceto procuraba rellenar el vacío producido por la ausencia de Gertrudis visitando a Casimiro por las tardes, después de su jornada en el cementerio. A pesar de estar habituado al aislamiento propio de su trabajo, no asimilaba la profunda orfandad en que le había dejado su hermana, tras partir con Rosendo hacia Portugal.

Cada mañana era despertar a una desalentadora rutina, compañera que se enquistaba en su espíritu con creciente ardor, cada día más y más.

A pesar de que, en el fondo, Aniceto odiaba los funerales, llegó a desear que hubiera más fallecimientos en la aldea con el único afán de verse rodeado de gente, aunque fuera con rostros taciturnos y entristecidos.

Por fin se cumplió su deseo cuando murió Matías, a primeros de octubre, un pobre idiota que durante años había recorrido la calle Real, pordioseando ante las puertas con hilillos de baba colgándole de los labios, golpeando de casa en casa, esclavo de una obsesiva manía. Al funeral asistieron muchos de los vecinos que le habían alimentado y entregado, repetidas veces, tapones de envases de cerveza a guisa de monedas para la compra de estampitas de futbolistas que, según decía el desgraciado, coleccionaba en un álbum de fotos viejo.

Pero Aniceto no se hallaba totalmente solo. En la tienda, Elvira lo animaba con bromas alusivas a la admiración que él había suscitado en parte del contingente femenino el día de la boda de Gertrudis; incluso le llegó a revelar el nombre de las dos solteras que había mencionado Casimiro, las mismas que no se habían movido del lado del cura durante el convite.

Aniceto no era un hombre de los que las mujeres pudieran calificar de guapo, pero poseía un especial atractivo por los rasgos varonilmente sobresalientes de su físico: una cara alargada con mentón puntiagudo, bajo el que sobresalía el vértice de la nuez; una frente amplia con ojos sesgados y vivos, tan negros como los de su hermana, que delataban la vida interior de su cuerpo musculoso, inmejorable modelo para una clase de dibujo artístico. Aparte de sus ojos, destacaban las orejas, anchas y con hélices picudas.

Observando la amargura en su viejo amigo y para que éste no se aburriera, Casimiro le pidió que les ayudase a él y a Elvira a atender al público por las tardes una hora antes de cerrar, el momento de mayor afluencia de gente; de este modo, Aniceto asistía en tareas como cortar queso y embutidos, demostrando su escasa destreza en el manejo del cuchillo. Elvira siempre le entregaba, a su llegada al bazar, una pastilla de jabón y una toalla con la orden de lavarse bien las manos.

Tan pronto como don Evaristo, desde su casa, oía caer la persiana[1] del establecimiento, se acercaba a ver a Casimiro. Aprovechando que Aniceto se encontraba solo aquellos días, lo invitaron a unirse al dúo.

Con la recortada figura del alcalde en medio, los tres marchaban en dirección a la Providencia, donde cocinaban unas setas sabrosas, la debilidad de Narváez.

Cada atardecer se repetía el ritual. Saboreando los aromas flotantes de guisos y frituras, el trío caminaba despacio por silenciosas callejuelas en que la madera y el adobe se alternaban con los graníticos recercos de puertas y ventanas. A veces, el alcalde se detenía en seco y miraba a sus interlocutores, gesticulando con las manos.

El paseo de vuelta terminaba en la fuente de la Plaza Mayor, en cuyo borde se sentaban a escuchar el gorgoteo de los caños, y la primera autoridad saludaba con un movimiento de cabeza o un gesto de la mano a los transeúntes que circulaban bajo las arcadas.

Aquél era el último de los quince días que pasaría Aniceto solo en la vivienda del cementerio; sería su última noche de dificultad para atrapar el sueño, pues una llamada telefónica de Elvira le anticipó que al día siguiente irían ella y Casimiro a Ciudad Rodrigo a recoger a la pareja, que regresaba de su viaje por tierras lusas.

La proximidad de los momentos en que iba a ver de nuevo a Gertrudis trastornaba a Aniceto. Cuando se acostó aquella noche, se abrazó a la almohada bajo el influjo de unos sentimientos apasionados, que dieron paso a un alud de lujuria. 



                                                                           * * *



Desde la cancela del cementerio, Aniceto divisó de lejos a Pasitos, que se aproximaba sumergido hasta el bajo vientre en el mar de su rebaño.

Traía una mochila a la espalda y en su mano derecha sujetaba una rama curvada de coscoja[2]. En la lejanía, su gorra blanca se desplazaba de un lado a otro debido a la cojera al andar; un ojo de visión normal podía distinguirla como un punto luminoso zigzagueando sobre el fondo verdusco del follaje.                                                                                                                                                                                          

Kora se puso a lanzar ladridos desde la puerta de la casa tan pronto como olfateó al ganado.

—¡Anicetu! ¡Sujeta a la perra, que m’espanta a las putas estas! --gritó Pasitos con su peculiar deje campesino de la zona.

—Precisamente quería verte. Te voy a dar un lío de ropa que ya no me sirve -dijo el enterrador y entró en la vivienda, sujetando a la perra por el collar.

Cuando Aniceto regresó con el bulto prometido bajo el brazo, Antonio estaba sentado en el filo del pilón, hurgando con el palo en las temblorosas imágenes de unas nubes reflejadas en el agua. A través de ella, en el fondo, dormían, casi invisibles, unos objetos amorfos, sin identificar y recubiertos de verdina.

—¿Has vistu cómo está el agua? Llena de zorraji[3], de la porquería que suelta el airi-Pasitos adolecía de un defecto en el habla; todas las F las pronunciaba como Z—. A las jodías cabras ya les da ascu na más que olela.

El pastor echó un trago de agua de su cuerna. Al hacerlo, las mangas de la camisa dejaron al descubierto unas muñecas del color de la bellota, y un chorro descontrolado le humedeció el pecho.

Se quitó la gorra, y su calva, que rara vez veía el sol, era una bola amarilla con un cerco delimitando la zona de piel tostada. Sus mejillas hundidas mostraban un aspecto encartonado y sin rasurar.

Sintiéndose libres de los gritos y hostigamientos del pastor, las cabras se habían esparcido por los alrededores del abrevadero, como cuentas negras y marrones desprendidas de un collar.

Antonio Pasitos se puso a afilar concienzudamente el extremo de la rama mientras Aniceto deshacía el bulto de vestimenta usada.

—Estos pantalones están remendados—dijo—, pero para andar por el monte te vienen de perlas.

—Hombri, ya se me veían las carnis por el descosíu d’atrás. Dichosu tú que tienis una moza, aunque sea tu hermana, pa jacelti las cosas, pero yo no tengu a naide; na más que a las cabras. Paren cada dos por tres, y las crías, cuandu crecen, jacen más cabras. Mira aquella que va arrastrandu el vientri por la yerba; está pa revental—examinó la punta de lanza en que se estaba convirtiendo el extremo de la cachava—. Anicetu, en conzianza, tú qué jacis a la hora de...?

--¿A la hora de qué? —Venga. Tú no tienis jembra, y si quieris echal un casqueti[4] —afirmó con lengua estropajosa—, algu tendrás que jazél. Yo, en cuantu me veu apuráu, agarru a una d’esas desd’atrás por las cuernas...

Aniceto lanzó una carcajada ante la confesión de su amigo; la risa era seca y falsa. Debía ejercer sumo cuidado con las bromas picantes de Antonio para que no se le escapara ni media acerca de su secreto. Tuvo que echar un lazo a la lengua para no comprometer la honra de Gertrudis.

—¿Tú follas[5] con las cabras? Yo no tengo estómago para eso -afirmó Aniceto en espera de que pronto se cambiase de tópico.

—Una vez en zaena, ¿qué más da? Cierras los ojus y te dejas lleval. Escucha. Cuando tengas ganas, no te dé corti; ven con toda conzianza a la majá, que allí te preparu a la que esté más calienti.

Con cada tajo que daba la navaja en la madera del palo se agitaba la grotesca figura de aquel hombre, que encerraba un mundo reducido debido a su nulo nivel cultural, lo que podría explicar su inclinación por la zoofilia.

Desde hacía tiempo, desde la juventud, una duda martilleaba el cerebro de Aniceto: quería saber qué había sucedido aquel día, veintiséis años atrás, en que Gertrudis cayó al Árrago, en el mismo lugar donde hace poco él la rescató de la fría prisión de las aguas.

Se estremeció al evocar los momentos de angustia por los que pasó cuando, siendo un joven de doce años, se vio zarandeado por el ondulante desplazamiento de la corriente; todo para salvar la vida de su hermanita en peligro. Si no hubiese sido por el brutote de Antonio, se habrían reunido Gertrudis y él en el cementerio con Enriquito.

--No se me olvidará en la vida -dijo Pasitos- No sé cómo tuve zuerzas pa aguantal a tu hermana, y a luegu a ti. Hubu suerti en que jice pie y llegué como pudi hasta la orilla, tirandu d’ella y de ti a la vez. Gertrudita se me pegaba al cuellu com ‘una lapa, con tanta zuerza que cuasi m’estrangula. Si no llega a sel porque pisé zondu—para pronunciar las F como Z apenas abría los labios—, nos hubiésemus ajogau.

--¿Pero qué le pasaba a mi hermana? - preguntó con impaciencia Aniceto, que nunca había podido averiguar de qué o de quién huía la niña.

Había escuchado cientos de veces la versión, sostenida por su madre, de que Gertrudis se había caído al río jugando, pero nunca había podido averiguar la causa que provocó el incidente.

—Pues ahora que lo preguntas, te lo voy a decil. Hora es ya de que t’enteris. Detrás de Gertru corría el tíu Agustín.

—¿Y qué hacía mi tío corriendo detrás de ella?

Pasitos sostuvo la dura rama verticalmente en el aire y, con ambas manos, trató de clavar el extremo afilado con ímpetu en la tierra entre sus pies. Sólo consiguió que el palo rebotase sobre el extremo puntiagudo. Levantó la mirada, y sus ojillos grises se clavaron en el rostro impenetrable de Aniceto.

—Te lo he contau por un motivu: ya no rompu la promesa que m’ arrancó una persona que ya no está entre los vivus, porque Agustín me obligó a jurali que no dijera a naide que lo había vistu detrás de la niña--se sacó un pañuelo arrugado y se enjugó la calva y los ojos humedecidos por el viento—. Me pareció raru el procedel de tu tíu, porque cuandu llegó a la orilla, traía unos ojus que metían mieu y no quería que yo tocasi a la Gertrudi; me la quitó de los brazus y se la llevó.

Aniceto quedó atónito ante el relato de Pasitos; no obstante, necesitaba conocer a fondo toda aquella historia y decidió ir al grano directamente.

Cuando iba a preguntar si su hermana había sido víctima de abusos por parte del tío Agustín, Aniceto advirtió que se había quedado solo, pues Pasitos se dedicaba a controlar parte del rebaño, cuyos cencerros se dejaban oír desde las últimas moreras.


[1] cortina
[2] especie de encina achaparrada y pequeña
[3] deformación intencionada de “forraje”, término utilizado aquí para dar a entender suciedad
[4] deformación intencionada de “casquete”, término vulgar para “coito”
[5] efectuar el coito