CAPITULO XIII



Aniceto se moría por acariciar a Gertrudis, la deseaba con apetito, con furia infinita, y la acosaba cuantas veces podía, pero ella, movida por un impulso maternal, un sentimiento nuevo en ella, dedicaba sus esfuerzos primordialmente a la atención del niño. 

 En la casa, la rutina volvió a ser la reina imperante. Kora salía de debajo de la mesa del comedor, aburrida porque, en contra de lo habitual, ninguno de los comensales se mostraba generoso con ella como para desprenderse de un pedazo de carne o de pan para su insaciable estómago. 

Poco después del mediodía, Rosendo regresaba del ayuntamiento, acurrucaba a Ramón unos minutos en sus brazos y, después de almorzar, se entretenía con los inacabables crucigramas, ajeno al sumidero de latente infidelidad en el que había caído su esposa. 

Por las noches, guardaba silencio tras la cena, mirando la pantalla del televisor, y Gertrudis, con el rostro apagado por el peso de la culpa y la frustración, amamantaba y acunaba al crío cantándole nanas que ella misma, de niña, había creado para sus muñecas. Después de acostar al bebé, trabajaba delante del fregadero. 

En lo tocante al trato, había existido un amago de acercamiento en el matrimonio con el nacimiento de Ramón, pero la relación de pareja había alcanzado irreversibles cotas de frialdad, por debajo de cero. 

Una madrugada, mientras Rosendo dormía de espaldas, Gertrudis contempló, en la media luz del cuarto, la cuna en la que Ramoncito yacía con su carita aplastada y redonda mirando hacia ella. “No quiero pensar que esto sea un castigo de Dios”. 

Influenciada por sus miedos, no sentía deseos de engrosar la prole. Un pensamiento iba tomando forma en la máquina de su cerebro; no debió haber aceptado a Rosendo como esposo si no lo amaba. Esta reflexión, por efecto de rebote, la hacía volver a acariciar, a fomentar sus ansias por Aniceto, por el hombre deseado; a ellas se sumaba una acuciante y morbosa apetencia sexual, que iba en aumento debido a la prisión en que la habían encerrado las nuevas circunstancias. 



                                                                               * * * 



Mientras Aniceto recorría con la mirada las retorcidas volutas de adorno de la cruz en la columna junto a los cipreses, evocó las palabras que una vez había dicho su padre con orgullo: “A mí me dejaron escoger el sitio para poner eso”. 

El ayudante de enterrador había sido casi analfabeto. Cuando tenía que sumar, lo hacía contando con sus dedos callosos; no obstante, poseía una notable sensibilidad hacia lo estético, pues aprendía, a fuerza de escucharlas una y otra vez en el casino, las poesías de Florián, las cuales era capaz de repetir como un loro, sin omitir un verso. 

Ante el nicho de su padre, aquellas evocaciones acechaban con frecuencia el pensamiento de Aniceto. Los días fríos de noviembre apelmazaban la tierra del cementerio y los ladrillos de los bancos se habían revestido de una pátina entreverada de marrón y verde con las últimas precipitaciones. Los pájaros no cantaban con la alegría habitual alrededor de las sepulturas, que mostraban a la densa capa de nubes sus mejillas de mármol, con un aspecto añoso y lúgubre. Los cipreses mantenían el garbo altanero, listos para hacerse oír al menor asomo de viento. 

Por las mañanas, Elvira abandonaba la casa del camposanto, se alejaba en dirección a Cadalso portando un paraguas de colores plegado en la mano; iba de oscuro y el cabello aparecía blancuzco. Albergaba un cariño muy especial por sus amigos del cementerio, que estaban soportando las brutales mazas de la desdicha. 

Aquellos paseos, que habían comenzado a diario con el embarazo de Gertrudis, continuaron después de la llegada de Ramoncito. A Elvira le servía de válvula de escape de las irritaciones que sufría por la manera de administrar su marido el negocio. Casimiro, con su voluminosa humanidad, era un pedazo de pan y vendía a crédito a todo aquél que lo solicitaba. “¿No ves que la Marta tiene dos cuentas pendientes? ¿Por qué le fías otra vez? Para coche sí que tiene dinero, pero para pagar lo que nos debe, no. ¿Para qué te sirve ese cuaderno en el cajón?”, le echó en cara su mujer. Esas eran las pequeñas diferencias entre ellos, que desaparecían a los pocos minutos, pues la falta de hijos había reforzado la cohesión del matrimonio. 

Dos días antes, Rosendo había hecho un desafortunado comentario: No descartaba la posibilidad de encargar otro bebé en cuanto su mujer se recuperase del trauma por el nacimiento de Ramoncito. Con un escalofrío, Gertrudis desvió la mirada hacia el rincón de la chimenea, la cual no había encendido porque el humo hacía toser al niño. 

Se arrellanó en la butaca y extendió las piernas sobre un pequeño taburete. En esa postura se mantuvo unos minutos contemplando por la ventana cómo se alejaba su amiga, cuya silueta se empequeñecía sobre el manto mullido que habían formado las hojas caídas de las moreras. 

En lontananza surgió un melancólico tañer de cencerros, acompañado por unos balidos; las cabras de Antonio Pasitos pacían junto a la tapia norte del camposanto. 

El telar de las cábalas de Gertrudis terminó una nueva urdimbre de deducciones. Resolvió desde ese momento no procrear más hijos aunque, a raíz del dictamen emitido por el cuadro médico, podía compartir con Rosendo una descendencia normal, sin que fuera obstáculo la desgraciada concepción de Ramón. 

Gertrudis se levantó y tomó una de las manos del niño, en la que crecían unos deditos gruesos con un solo pliegue en la palma. Había asimilado la amarga lección, y ya era suficiente con tener que sacar para adelante a aquel ser indefenso de seis meses, de cuello corto y orejas de implantación baja.

De pronto, cambió de expresión; su pecho se hinchó de aire. Tenía que seguir respirando, continuar viviendo, notar en sus venas el calor de la sangre corriendo en pos de aquella pasión que había quedado encapsulada por los recientes acontecimientos. No podía conformarse ni recluir su vida en una hoya de tristeza y esclavitud; necesitaba amar, querer, cosa que con Rosendo no podría alcanzar jamás a pesar de los firmes propósitos de éste. 

Se acercó a la puerta trasera y llamó a su hermano. Insistió de nuevo ante la falta de respuesta, y, al segundo requerimiento, Aniceto surgió detrás del crucero. 

Gertrudis se arrojó en los brazos masculinos. El sepulturero aceptó, feliz, aquel acto de sumisa entrega, aquel abrazo después de tanto esperar. Acarició la nuca de su hermana ensortijando entre sus toscos dedos el cabello negro y sedoso de ella. 

—Me voy a volver loca -alegó Gertrudis dejando caer una lágrima—. Necesito ser mujer, y no un animal de carga para complacer a un marido y criar a un niño deficiente. 

--¿Cómo aguantas tanto? -preguntó Aniceto. 

--Ni yo misma lo sé, pero ya no puedo más. 

--He visto a Elvira marcharse hace unos momentos. ¿Estás sola? 

Gertrudis asintió. Se besaron. 

--De momento, hay que seguir así — aseveró ella con tristeza—. Ya pensaremos algo. Vamos al dormitorio. 

—Pero... 

—¿Pero qué? 

---El crío. 

—No importa. Lo llevamos con nosotros y lo acuesto en la cuna. Él no entiende. Vamos. 

Fuera, el viento aumentó de fuerza cuando apareció Pasitos por el camino. Venía solo en dirección al abrevadero, envuelto en un gran plástico negro que le cubría desde la cabeza a los pies y le daba a sus facciones el aire misterioso de un miembro de la Santa Compaña[1]. Parecía que su frágil y titubeante figura iba a ser arrancada del suelo en cualquier momento mientras la lluvia arreciaba sobre la serranía y el valle. 

Depositó en el portal un cacharro tapado, conteniendo la ración diaria de leche para los habitantes de la casa, y regresó por donde había venido para unirse a la piara.


[1] antigua leyenda de Galicia que describía un cortejo fúnebre de almas en pena, ocultas bajo túnicas y capuchas, que salían de noche