CAPITULO X

--¿Por qué no paras un poco, cariño? Parece que el matrimonio te ha dado cuerda –bromeó Rosendo. 

Ella miró, inexpresiva, a su marido y continuó seccionando la garganta de la gallina que había atrapado en el corral. 

—¿Cuándo vuelves al ayuntamiento? - inquirió. 

--La semana que viene. ¿Ya te quieres librar de mí?

Él, que se había acercado, sonriente, a ella por detrás, la asió con suavidad por el talle. Gertrudis abandonó el cuchillo junto al fregadero, cuyo chorro de agua se llevaba con violencia la sangre del ave recién inmolada. Incluso en delantal y sin arreglar, era atractiva y apetecible a los ojos de cualquier hombre. 

Rosendo la amaba con una mezcla de ternura y pasión. Al haberse casado con ella, pensó que había adquirido un tesoro de alto valor, una joya como dijo en el intercambio de brindis con don Evaristo después de la boda. 

Aquella mujer, a los treinta y tres años, conservaba la lozanía de una joven de veinte y era un bocado sumamente apetitoso para Rosendo, un hombre de educación exquisita, pero con un potencial sexual elevado debido a su reprimido periodo juvenil en el ámbito de una familia religiosa.

—Amor -dijo él apoyando la barbilla sobre la nuca de su mujer—. Si supieras cómo te deseo, lo que siento por ti. 

--Por favor -respondió ella dando un respingo—. Ahora no es momento. Me estás poniendo nerviosa, y me puedo cortar. ¿No puedes esperar a la noche? 

--Esperar por ti es morir, Gertrudis. ¿No ves cómo me consumo? Nunca me das bastante. 

Rosendo estaba exteriorizando lo que de animal llevaba dentro, la faceta más recóndita de su personalidad; algo que estaba a punto de saltar como el tapón de una botella de sidra. 

Las manos grandes del secretario municipal se aferraron como garfios a la cintura de su mujer, para hacerla girar hasta que el rostro de ésta quedó encarando el suyo. Se encontraron ambas miradas. 

Gertrudis no podía ocultar su desazón; nunca había imaginado que pudiera manifestarse de forma tan zafia aquel ser culto que había estudiado en un internado de Cáceres por orden de su padre, la rama decisoria del árbol familiar. 

Alarmada, sin deseos de corresponder al brusco sobeo, apoyó ambas manos como parapeto en el pecho del hombre; pero temía que sería inútil oponerse a aquella furia desenfrenada. 

Temiendo por ella misma, echó los brazos hacia atrás, y su mano derecha palpó instintivamente los ladrillos de la hornilla hasta que dio con la hoja fría del cuchillo. Se detuvo. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo de la cabeza a los pies; no tenía agallas para agredir a su marido. 

La acción transcurría a media mañana del día siguiente a la festividad de Todos los Santos. El cementerio rebosaba con llores y adornos funerarios, lo que supondría pronto una carga adicional de trabajo para el enterrador, que ya había recibido aviso del ayuntamiento para mantener el lugar en un estado de pulcritud aceptable. 

El sol se había escondido detrás de una gruesa barrera de nubes, que se cernían por encima de los ahusados cipreses. En los mármoles se apreciaba la rociada de polvo que habían depositado las embestidas de los vientos y que los aguaceros habían endurecido con el paso de los días. 

Aniceto tomó el pico y la pala y echó a caminar desde las gradas del crucero, cabizbajo, con los ojos pegados a las botas veteadas de lodo, que aplastaban ruidosamente, aquí y allá, piñas desgajadas de los árboles. Tenía que cavar una nueva fosa en la zona norte. Mal día era aquél para el trabajo; sus manos a duras penas soportaban el peso de los útiles. 

Llegado que hubo al pie de la tapia, anudó las cuatro esquinas de su pañuelo, para ajustarlo firmemente a la cabeza a modo de defensa contra la transpiración, y se puso a cavar, hincando la plúmbea herramienta una y otra vez en tierra. A cada golpe, se mordía el labio inferior. 

Supuso que Gertrudis debería de encontrarse faenando en aquel hogar que había albergado a sus padres, aún siendo propiedad del municipio. Dentro de él había conocido, por un lado, la penuria económica, a menudo contrarrestada por la esplendidez de los vecinos de la aldea en cumpleaños y onomásticas y, por otro, el regocijo de las inolvidables nochebuenas, cuando el tío Agustín se animaba a cantar anticuados villancicos con su vozarrón de caverna, acompañándose con el sonido hueco que producía una alpargata al ser golpeada rítmicamente contra la boca de un cántaro. Estas eran sólo algunas de las vivencias tejidas, no sin penalidades, en la casa del cementerio, su hogar. 

Aniceto se pasó el brazo por la frente y lo retiró con los vellos pegados a la piel debido al sudor. Sus labios estaban pálidos y agrietados. 

El canto de las cigarras, al desvanecerse de pronto, dejó al descubierto el piar tenue y quebradizo de los jilgueros, rebasado por unos suspiros lejanos. Nuestro hombre afinó el oído. Eran resuellos masculinos, que al cabo de unos segundos culminaron en un lamento, seguido por un grito explosivo, que se prolongó durante unos segundos con fuerza suficiente para atravesar el camposanto, de extremo a extremo. 

Aniceto salió del agujero y lanzó la herramienta todo lo que pudo lejos de sí, con furia; el pico[1] se llevó por delante la cabeza de una pequeña virgen dolorosa en la base de una cruz. Con un fuego vivamente intenso quemándole su interior, corrió hasta un panteón cercano y apoyó la espalda en la pared de ladrillos. 

Allí se mantuvo expectante; el corazón se le iba como si a éste le hubiesen crecido alas. Para alivio de Aniceto, sólo escuchó a su cuñado. Lloró mirando hacia el desalentador universo gris del cielo. Gotas calientes le resbalaron por las mejillas hasta incrustarse en la camisa. El alma del infeliz era consumida por el pensamiento de aquellos pezones turgentes y queridos siendo tocados por otros dedos y el sexo de Gertrudis, que le había hecho sentir lo indescriptible, siendo penetrado por otro macho. 

Aniceto se tapó los oídos. No quiso oír más. Se dobló hacia adelante y cayó de rodillas bajo el mármol de su tormento.





[1] picota, herramienta para cavar