CAPITULO XXIII



De lejos, don Evaristo era fácilmente reconocible por su clásico bigote de puntas afiladas, su calva lustrosa por detrás y su baja estatura. 

Atravesó la portada principal del ayuntamiento. Aquel día lo hizo más tarde que de costumbre. Vestía una camisa cruda de mangas cortas y un pantalón del mismo color. Le seguía un individuo obeso, de pelo rubio y despeinado, de igual estatura y con el rostro redondeado y de tez rosada. 

Tres chavales huyeron del centro de la plaza y se refugiaron tras un grueso pilar. Hacía varios días que el grupo de menores repetía la escena: salir huyendo a la vista del alcalde, quien se preocupaba con rigor de los niños sin escolarizar en el municipio. 

Un funcionario abrió la puerta del despacho y se hizo a un lado para que entrase el titular. El que acompañaba a don Evaristo resoplaba de vez en cuando debido a su voluminoso porte; el tipo parecía un globo cuando caminaba; tal era el volumen de su panza. Se quedó rezagado ante la puerta del despacho mientras se limpiaba la frente con el pañuelo. 

—Pasa, pasa -ordenó don Evaristo desde el interior. 

La habitación de espaciosas dimensiones era ampliamente invadida por la luz solar, que se colaba a través del balcón abierto. 

Genaro, el actual secretario, tenía órdenes de ventilar aquel despacho cada mañana antes de la llegada del alcalde, al que le gustaba que su lugar de trabajo fuese previamente saneado para que “los hilos de la mente puedan trenzarse en condiciones”, según sus propias palabras. 

Fuera se templaban las piedras del suelo, y en los arcos del perímetro cuadrado de la plaza quedaba perfectamente delimitado el violento contraste entre las zonas de luz y sombra por una línea inclinada. Faltaba escasamente una semana para la entrada del verano, y aquél no era precisamente el primer día de calor que había asolado la comarca. 

Don Evaristo no pudo evitar echar una mirada a la fuente, y nunca le había parecido el brocal más desierto a pesar de que junto a él jugaba el grupo de golfos que hacían novillos[1]; allí abajo estaban salpicándose agua unos a otros entre risas y griterío. 

La autoridad municipal estuvo a punto de llamar a Genaro para que reprimiese la conducta de la chavalería, que estaba molestando a los viandantes, pero se contuvo. Su ánimo no estaba para llamar la atención a nadie y, mucho menos, a un grupo de inofensivos chavales. Después daría órdenes para que recabasen de los padres el motivo por el que sus hijos no habían asistido al colegio. 

—Siéntate, Nicolás, por favor. 

El otro tomó asiento, frente a la sencilla mesa de despacho, en un sillón cuyos brazos crujieron al paso forzado de las inesperadas caderas. El alcalde corrió las cortinas del balcón para que tamizasen el exceso de luz. 

—Así está mejor—dijo don Evaristo, ya sentado—. Me gusta que abran por la mañana cuando no estoy, pero una vez dentro, prefiero que nada perturbe mi intimidad. 

--Por supuesto, señor alcalde. 

—Bueno, a lo que íbamos. Ya conoces el trabajo. Es exactamente igual que el que desempeñas en Descargamaría. Te vienes un día a la semana, más que nada para hacer la limpieza y el mantenimiento del cementerio. Eso sí, el día que haya funeral tienes que venir. Se me ocurre pensar que en tu pueblo hay la misma carga de trabajo que aquí. 

—Allá, más o menos, andamos con un entierro a la semana. ¿Qué día le viene bien para que venga, señor alcalde? 

--Lo dejo a tu elección. 

—Ya. Depende de cómo se presenten las cosas en Descargamaría -afirmó el nuevo sepulturero. —Pide las llaves de la cancela en la oficina. Por favor, procura no molestar a Aniceto con cosas del trabajo. Está de baja por enfermedad. Por eso he solicitado tus servicios. 

---Él es amigo mío -dijo el enterrador suplente, que hacía largo tiempo que no veía a Aniceto, pues había pasado una mala racha, aquejado por una afección hepática seria que frustró sus aficiones por la bebida y los buenos manjares-. No lo está pasando bien según me he enterado. 

---No lo está pasando bien nadie en el pueblo -corrigió don Evaristo—. Me preocupa Aniceto; siempre tan cumplidor. Desde que ocurrió lo de Rosendo, no levanta cabeza. Dos meses después de aquello no se habla de otra cosa. Me vas a perdonar, pero tengo que empezar el día. 

Tras despedirse del alcalde, el sepulturero cruzó la habitación hacia la puerta y musitó un tímido adiós. 

—Genaro, ponme con el cuartel -solicitó don Evaristo. 

La conversación que sostuvo el alcalde con la autoridad policial no arrojó nueva luz al caso de la desaparición de Rosendo. 

Aunque la Guardia Civil de Cadalso y Valverde había finalizado sus pesquisas, don Evaristo solicitó una vez más que no perdiesen contacto con la policía portuguesa, pues ante la falta de noticias ya no descartaba que Rosendo fuera localizado en cualquier momento en aquel país. 

¿Sería cierto que Rosendo se encontraba en Portugal? ¿Por qué no se había llevado el Land Rover con él? Todo eran suposiciones, interrogantes, pero don Evaristo no acababa de admitir la descabellada e inexplicable conducta de su secretario. 

[1] hacían la cimarra