CAPITULO II

Un domingo de primeros de julio, por la tarde, el viento arrastraba unos chillidos cortos que salían de una garganta humana. Se acercaba por eucaliptos y olivos Pasitos, un pastor de enclenque figura, que compartía con dos mastines una majada próxima. 

 Rodeado de cabras venía, con su inseparable gorra blanca, de la vivienda de Aniceto y Gertrudis, donde había depositado el litro de leche que todos los días les traía a los dos hermanos, en agradecimiento por permitirle utilizar el agua del abrevadero para los animales. 

 Al caminar, este cincuentón llamado Antonio, daba saltos y pasos cortos debido a una lesión de caderas, la indeleble huella que le había dejado un accidente de tractor en su juventud. Su cuerpo basculaba exageradamente a uno y otro lado. He ahí la razón por la que todos le apodaban Pasitos.

Frente a la pared sur del cementerio, dos filas de frondosas moreras delineaban, en un trecho de sesenta metros, un terrizo con amplitud justa para la circulación rodada en doble sentido. A mitad de distancia entre la vivienda del enterrador y el arranque del camino, el pilón servía de lugar de cita diaria para el rebaño de Antonio. 

 Inesperadamente, el pastor se introdujo los dedos índice y pulgar en la boca y lanzó un estridente silbido; después, salió a la carrera, renqueando mientras describía círculos con la cachava[1], para ahuyentar a unas cornúpetas que estaban mordisqueando las flores de Gertrudis.

Ante la autoritaria acción del cabrero enloquecieron los cencerros, y los tozudos animales se unieron al grueso de la piara. Minutos después, Pasitos se cruzó con el enterrador, que regresaba de un paseo por el río. Sin dejar de arrear a las cabras, levantó el cayado a modo de saludo y continuó su camino.

Gertrudis, que no podía estar ni una tarde sin regar su pequeño jardín, se encontraba refrescando los geranios, cuyas flores salpicaban de sangre la rancia verdura del arriate[2]. Llevaba un vestido claro, que, aunque le caía suelto, sugería la forma de abeja de su cuerpo; el cabello, recién lavado, le colgaba en hilachas rebeldes arañándole los hombros. 

 Apenas eran audibles los gritos de Pasitos cuando Aniceto se apostó detrás de una morera; un súbito impulso le había llevado a interrumpir la caminata para contemplar, desde lejos, a su hermana de espaldas. 

Encogió sus largas cejas negras, y por sus ojos voló un destello cuyo origen no era imputable a la luz solar. No pudo evitar que se le clavase un hierro en el bajo vientre, con lasciva quemazón, al contemplar las piernas de Gertrudis, que se había agachado para deshacer una coca en la línea de la manguera. 

La brisa, que jugaba con el borde del vestido, lo mantuvo alzado el tiempo suficiente para que a Aniceto se le quedasen impresas unas corvas teñidas por el arrebol del atardecer. 

Hay que resaltar que las dos veces que aquel hombre había mantenido relaciones sexuales fue con una furcia[3] barata mientras permaneció en filas; una tal Filo, que se ofrecía a los clientes en un catre con sábanas oliendo a sudor y semen. 

Aquellas primeras tentativas de novicio, entre nervios, habían resultado un fracaso y calaron tan profundamente en Aniceto que éste acabó por cerrarse a cualquier aventura de índole amorosa. 

Kora salió a la puerta e hizo notar su presencia como el tercer miembro de la familia; una hembra de pastor alemán con atractiva capa rojiza y patas robustas, arqueadas. 

Había detectado la proximidad de Aniceto, que se vio obligado a abandonar su escondite para no ser descubierto. La perra husmeó los tobillos de Gertrudis, quien le lanzó un chorro de agua y la obligó a huir, a resguardarse detrás del abrevadero; sus potentes ladridos produjeron una tumultuosa revolución en el corral, un cerco adosado a la vivienda por dentro del cementerio.

--En la mesa he dejado un ramo de flores para que se lo lleves a Elvira cuando puedas. Hoy cumple años—advirtió Gertrudis a Aniceto mientras seguía regando--. También he hecho una lista con las cosas que necesitamos.



                                                                      * * * 



Aniceto abrió los ojos. Hacía media hora que se había quedado dormido delante del televisor. Le aburría la liturgia saturada de órgano y cantos de la misa dominical televisada, que le hacían recordar la solemne antipatía que veía durante la infancia en los rostros dentro de la iglesia. 

Medio adormilado aún, percibió el distante murmullo de un motor en marcha que se hacía cada vez más apreciable hasta que sonaron unos neumáticos rodando sobre gravilla. 

Rosendo Hervás descendió del Land Rover del ayuntamiento y se dirigió hacia la casa. Era un tipo alto, delgado y ligeramente cargado de hombros, al que gustaba vestir de gris oscuro. 

--¿Está Gertru? --inquirió. 

--Se está arreglando —respondió Aniceto desde el umbral de la entrada. 

La visita se acomodó en una de las sillas del porche, bajo la techumbre, un tejido de cañas forrado por una frondosa parra verde. 

--Pronto estarán listas esas uvas—señaló Rosendo cruzando las piernas. 

Utilizó el pañuelo para limpiar los cristales de las gafas a golpe de aliento. Los ojos, al desnudo, aparecían desvaídos por el uso prolongado de los lentes; la nariz era gruesa bajo una frente ancha y con entradas, de aquéllas que, según el vulgo, poseen las personas con cierta capacidad intelectual. 

Cabeceaban los jaramagos[4] amarillos al pie del pilón, cuya superficie líquida reflejaba el blanco de unos cirros. Una franja de espumosa verdina[5], flotando en el agua, era arrastrada lentamente por un viento del sur. 

La mirada del enterrador escrutó el final del camino, un punto de aglomeración donde las moreras, por efecto de la perspectiva, se estrechaban formando un nimbo de verdes polvorientos. 

De pronto, a Rosendo se le mudó la expresión; su boca se abrió perpleja y eliminó los pliegues de las comisuras. Gertrudis acababa de aparecer, vestida con una falda amarilla y blusa blanca. Calzaba zapatos planos claros y su imagen podría decirse, sin temor a exagerar, que irradiaba más luz que el mediodía. 

--¡No puedes estar más linda, Gertru! -- exclamó el admirador levantándose--. ¿Nos vamos al pueblo andando? Así podremos charlar. ¿Qué te parece? 

Gertrudis sonrió para encubrir un gesto de desaprobación involuntario. 

--Si no te importa, prefiero que vayamos en el Land Rover. Es que tengo que ver a Ana. Dentro de un cuarto de hora sale de misa. 

Rosendo asintió sin poder disimular una mueca de contrariedad. 

--Espérame para almorzar, hermano—dijo Gertrudis pellizcando la mejilla de Aniceto y aligeró el paso hacia el vehículo, que ya había sido abordado por el ceñudo visitante. 

Una vez que el Land Rover hubo desaparecido, envuelto en densa tolvanera, el teléfono cobró vida dentro de la casa; hacía tres días que nadie había llamado. 

Aniceto, que no se sentía de humor para sepelios, acudió con desgana a atender la llamada intuyendo que era el encargado de la funeraria para anunciarle un entierro.

--¡Joder! --no pudo reprimir la exclamación ante el aparato--. No me digas que tenemos trabajo hoy. 

--¡Tranquilo! Te llamo para que te reúnas con nosotros en el casino. Va a venir Nicolás. 

Hacía tiempo que Aniceto no sabía nada del sepulturero de Descargamaría, una aldea próxima a Cadalso. Nicolás era un tipo obeso, del que se sabía que no andaba bien del aparato digestivo. Declinó la invitación; prefería tenderse en la cama y pudrirse con sus propias meditaciones bajo la losa del techo. 

Mientras se adormilaba, una vez más se estaba apoderando de su ánimo una pegajosa sensación de inquietud y malestar; un cúmulo de extraños sentimientos se agudizaba cada vez que Gertrudis no se encontraba a su lado. 

Minutos después, Kora se aproximó, con ágil golpeteo de uñas en el piso, y le lamió una mano reclamando caricias. Los impacientes quejidos del animal despabilaron por fin a Aniceto, que recordó el ramo de flores para Elvira. Decidió partir para entregárselo antes de que se viniese encima la hora del almuerzo.

[1] cayado o bastón de pastor
[2] cuadro pequeño de tierra junto a una pared
[3] prostituta
[4] plantas muy comunes entre los escombros
[5] planta criptógrama, de color verde, que se cría en aguas estancadas, paredes y zonas húmedas