CAPITULO XII

Se aproximaba la fiesta del 18 de julio, casi un año después de la celebración del enlace conyugal de Gertrudis y Rosendo. 

La nave del matrimonio iba al garete, sin gobierno; situación fomentada por la ceguera del marido, el cual se había acostumbrado condescendientemente a la indiferencia de su esposa, conducta que achacaba a los antojos del embarazo. Por otro lado, Aniceto se había convertido, detrás de bastidores, en el oso de peluche de su hermana. 

En la aldea, la situación de Elvira había cambiado con los meses. A los sesenta y un años había perdido parte del vigor que siempre la había caracterizado. Además, ya no podía visitar a los Hervás con la frecuencia habitual porque la buena mujer se veía obligada a atender sus propios deberes, tales como regentar el negocio y suplir la ausencia del marido, aquejado de unos inesperados dolores de estómago que le agriaban el carácter. En la casa, Gertrudis trajinaba con los tobillos hinchados transportando el grueso volumen de su vientre como si fuese un tambor. 

Felizmente, un par de días antes, había desaparecido la sensación de ahogo que le había venido torturando; ahora podía respirar mejor, incluso en su rostro afloraba a menudo una expresión delicadamente maternal. Elvira le indicó en una ocasión: “eso es que se te ha encajado el niño y está llamando a la puerta”. 

No faltaba ya mucho para el momento del parto, y don Servando ordenó el ingreso de la embarazada en el hospital de Cáceres con carácter urgente.

Era la primera vez que Gertrudis iba a dar a luz, y una extraña desazón se apoderó de su organismo mientras se vestía. Ante el espejo, Gertrudis vio que sus ojos albergaban una mirada sombría desde bolsas hinchadas. ¿Volvería a casa después de aquella prueba? ¿Qué sería de su hijo y de Aniceto si moría? Necesitaba ver a su hermano inmediatamente. 

—¿Estás ya? 

—Un momento, Rosendo. Me voy a despedir de Aniceto. 

—No hay tiempo que perder -dijo con resolución el marido, que había tomado una pequeña maleta con la ropa de Gertrudis y estaba a punto de bajar por las escaleras—. Ya oíste al médico. Tenemos que irnos ya. Cada minuto que sigues aquí es un riesgo. Si te pones de parto, no sé qué vamos a hacer. Con don Servando tan mayor, no me fío. 

Aniceto no aparecía, y desde el cementerio no llegaba sonido alguno. 

—Le he dejado una nota -dijo Rosendo. 

Partieron en seguida y recogieron en el pueblo a Casimiro, que había prometido a su amigo que estaría junto a él en las horas de máxima incertidumbre. 

Durante el recorrido por las calles de la capital, la mujer encinta había roto aguas, y los dolores comenzaron en el momento en que aquélla, en medio de los dos hombres, cruzaba con trabajo las hileras de sóforas y catalpas que crecían frente al hospital Nuestra Señora de la Montaña. 

Dos horas después, Gertrudis ingresaba en la sala de dilatación del centro hospitalario. 

Sentada en una silla de ruedas, aguantaba las punzantes acometidas en el vientre al lado de Rosendo, que le agarraba una mano para infundirle coraje. A pesar del aguante y estoicismo que procuraba demostrar, percibía que su cuerpo era un objeto frágil, a punto de deshacerse, que su alma se encerraba en un calabozo de reducidas dimensiones, donde sólo había tinieblas y un indomable temor a lo desconocido. 

Aquel niño, según advirtieron los médicos que la habían reconocido tras su ingreso, aún no había empezado a empujar en serio. ¿Llegaría a despertar al final de la pesadilla si la dormían? Entraría en combate completamente sola y en ese crucial instante necesitaría a su marido, a falta de Aniceto; era la única vez que no habría deseado estar lejos de Rosendo. 

Gertrudis estuvo a punto de derrumbarse en el momento en que un celador la arrancó del lado de sus acompañantes, para llevársela en la silla de ruedas. Los dos hombres se quedaron esperando en el vestíbulo, con los nervios cosquilleándoles las puntas de los dedos. 

—¿Sabes que te envidio? -dijo de pronto Casimiro—. Yo nunca he pasado por lo que estás sufriendo tú en estos momentos, y te juro que a tu edad habría dado lo que sea por encontrarme en una situación así. La naturaleza me privó de algo que hasta los perros hacen. 

Rosendo miró a su amigo con simpatía y le ofreció un cigarrillo. 

—¿Quieres envenenarme? ¡Lo que me faltaba! -exclamó este último, fingiendo buen humor para poner una nota de optimismo en el ambiente, y aceptó la invitación. 

Gertrudis no tardó más de dos horas en verse enfundada en un amplio camisón blanco, tendida con las piernas en alto y separadas en un potro de la sala de parto. Una enfermera le limpiaba el sudor de las sienes y le daba instrucciones sobre cómo debía controlar la respiración. 

Inmóvil y consciente, se sentía como res a punto de ser sacrificada y, para empeorar su estado de ánimo, comenzaron a ponerle nerviosa las voces histéricas e insultantes que lanzaba una mujer contra su propio marido desde el potro de al lado: 

—¡Maldita sea la leche que[1] mamaste, canalla! Si llego a saber lo que duele esto, no me habría puesto debajo de ti...! ¡A mí ya no me coges otra vez...! 

Dominada por el pánico y por el influjo de la otra parturienta, Gertrudis se puso a gritar también, a todo pulmón, cuando arreciaron los dolores. Ante los esfuerzos que hacía por incorporarse, el obstetra ordenó a una de las matronas que le amarrase las muñecas y los tobillos. 

Mientras, Rosendo y Casimiro se confundían con el público expectante en el hospital. El primero presentaba el rictus de los labios más pronunciado que nunca y no dejaba de encender un cigarro tras otro. 

Al cabo de cuatro largas horas, los altavoces requirieron la presencia de los familiares de Gertrudis Losada en el pasillo de acceso a la sala de alumbramientos. 

Es un varón -dijo un tipo de complexión mediana con labios gruesos y en ropa de quirófano—. Su esposa ha tenido un parto más duro de lo normal por ser primeriza y se ha librado de la cesárea por los pelos. El niño está en recuperación. Vayan a verlo y pásense dentro de una hora por mi consulta. 

Rosendo y su amigo se dirigieron a toda prisa a donde le había indicado el médico, una dependencia espaciosa dividida por mamparas transparentes en múltiples espacios, que guardaban cunas blancas con cuerpecitos invadidos por tubos y mascarillas. 

A Rosendo se le cayó el alma al pensar que su hijo se encontraba allí, entre aquellos bebés. 

Una enfermera de servicio señaló el lugar que ocupaba el neófito al tiempo que una auxiliar lo giraba para situarlo de cara a los visitantes. Rosendo sonrió ante la primera visión de aquel pedazo de carne redondo y sonrosado con un rostro pequeño y dormido, que llevaba su sangre, su primer hijo; sin embargo, le llamaron la atención unos detalles que contrastaban con el conjunto de la fisonomía de la criatura. 

—¿No le notas nada, Casimiro? -preguntó Rosendo. 

—¿A qué te refieres? —No sé. Yo le veo la cabeza pequeña y los brazos cortos. 


                                                                          * * *


Eran las cuatro de la tarde, la hora de la cita con el obstetra; pero aún hubieron de esperar los dos amigos alrededor de veinte minutos antes de que se abriera la puerta de la consulta, por la que salieron un hombre y una mujer sonrientes, con la emoción palpitando en los semblantes. 

El gozo de aquellas personas tranquilizó a los dos hombres. 

—¿Familia de Gertrudis Losada? --llamó una voz desde el interior del despacho. 

---Espero aquí, Rosendo -señaló Casimiro. 

---No. Entra conmigo. 

El médico, que había atendido el parto y ante el cual permanecía abierta una cartulina rosada con un indeterminado número de documentos clínicos, se presentó como el doctor Sepúlveda e invitó a los visitantes a que tomaran asiento. Se colocó unas gafas, que había tomado de la mesa. 

—Si todo sigue su curso normal, el niño pasará a planta dentro de una hora - comenzó a hablar el especialista poniendo las manos en actitud de plegaria delante de los labios—. Vamos al asunto que nos interesa. Su hijo, Sr. Losada, ha nacido bien en lo que cabe y ha dado un peso de tres kilos seiscientos, que no está mal Pero hay algo que debe saber—el hombre se movió hacia adelante hasta apoyar los codos en la mesa—. Sospecho que el bebé padece trisomía21. 

Rosendo y Casimiro se miraron; no habían entendido el significado de aquella palabra, que incluso Rosendo, hombre culto, desconocía. 

—¿Qué es eso, doctor? —preguntó. 

—Lo que comúnmente se llama retraso mental -el médico observó, con pupilas incisivas, el efecto de sus palabras en los presentes. 

A partir de ese momento, Rosendo escuchó una voz lejana que no paraba de soltar un discurso con tecnicismos médicos. El diagnóstico, en resumen, supuso una conmoción para él, que se lamentó de que le hubiese tocado tropezar con el fastidioso adoquín de una natalidad con problemas. 

—Prefiero dejar al niño unos días en observación —concluyó el doctor--. Dentro de una semana veremos los resultados. Probablemente le tenga que dar a usted y a la madre algunas directrices para la crianza y educación. 

El sonido agudo y musical de una pequeña alarma no hizo más que cortar abruptamente las palabras del profesional, quien consultó su buscapersonas, se levantó y extendió la mano derecha para despedirse de los dos hombres.


                                                                      * * *


Tras varias entrevistas con el médico, Rosendo se vio obligado a modificar la imagen saludable y positiva que de su hijo se había creado durante los meses de embarazo de Gertrudis. 

Ante hechos consumados, finalmente, aceptó, con gran amargura, que Ramoncito no sería el niño fuerte y alegre que él había anhelado; sagaz como el abuelo, un oficial republicano que, antes de terminar la guerra civil, se había pasado hábilmente al bando nacional haciendo uso de sus influencias para que ni él ni su familia sufrieran represalias. A los tres meses, Ramoncito digería con dificultad la leche materna y lanzaba gemidos cortos y chillones, hasta casi atragantarse, porque no le era posible coordinar los actos de la succión y deglución. 

Gertrudis se descompuso la primera vez que vio a su hijo en aquel estado, a pesar de que ya había sido advertida por el médico acerca de esa contingencia. Elvira, en una de sus visitas a la casa del camposanto, fue testigo de los sufrimientos del crío a la hora de la lactancia. Cuando regresó a la aldea, le refirió a su marido, con los dedos entrelazados y los ojos en blanco, lo que había visto: “Que Dios ayude a esos padres. Van a ser esclavos de esa criatura toda la vida”. 

Todo era atenciones hacia el niño; entre las mantitas de la cuna se escondía un vasto surtido de sonajeros que él se limitaba a contemplar con ojitos de almendra y con la lengua, más gruesa de lo común, asomándole por la boca. 

La llegada de Ramoncito había traído a la casa una normalidad aparente, que Aniceto no se atrevía a trastocar ante el gesto hosco y amargado de su hermana. 

Para el sepulturero, aquel angelito representaba un cambio radical en sus hábitos y, sobre todo, en lo tocante a Gertrudis, a la que pocas veces se podía acercar, ocupada en sus nuevos deberes maternos. 

Resignado, constató cómo se iban esfumando las relaciones entre Gertrudis y él. No le quedó otra alternativa que aceptar el liderazgo de Rosendo, que, sin proponérselo, sujetaba firmemente las riendas del hogar. Aniceto se había convertido en una pieza de mobiliario que ya no se quiere, pero que tampoco se desecha.


[1] exclamación vulgar, muy ofensiva