CAPITULO XIX



Haría más de diez minutos que el Renault de Aniceto Losada se había arrastrado rabiosamente sobre el fango hasta la carretera para alejarse en el álgido entorno de la oscuridad. 

En el asiento del conductor del Land Rover dormía Ramoncito, con su nariz achatada y la boca abierta, ajeno a la tragedia que había tenido lugar. Su respiración pausada era interrumpida por algún que otro espasmo que, en ocasiones, sacudía su cuerpecito. 

La mujer miró al frente. El cristal del parabrisas parecía que había sido pintado de negro. El forzado aislamiento al que se veía sometida le estaba infundiendo una sensación más horripilante que la que envolvía la casa del cementerio durante la noche. 

Aún no salía de su asombro; había visto a Aniceto muy entero. En cambio, era ella la que se estaba viniendo abajo como un edificio al que le hubiesen dinamitado los cimientos; era ella la que necesitaba un impulso moral que el entorno circundante no le podía dar. 

En aquellos excepcionales momentos, echó de menos a las aves nocturnas que frecuentaban el camposanto. ¿Dónde estarían las condenadas lechuzas? ¿Y sus ojos grandes, para que destellase algo de luz en aquella oscuridad? ¿Habría alguna escondida entre los árboles? Necesitaba saber que había vida allá fuera; necesitaba que le llegasen los lúgubres cantos, los huecos graznidos que había llegado a odiar a fuerza de escucharlos por las noches desde la cama, en interminables vigilias junto a un hombre que lo daba todo por hacerla feliz y por quien ella no habría sacrificado ni un solo pelo de su generosa cabellera. 

No se oía ni un sonido en aquel apartado paraje de la frontera hispano-lusa. Instintivamente, Gertrudis quiso encender los faros, pero recordó que Aniceto, según lo convenido, se había llevado las llaves del vehículo y había cortado los cables de la puesta en marcha. Ya no podía haber arrepentimiento; el delito estaba consumado. 

Si no programaba sus actos como obra de relojería, podría acabar su existencia pudriéndose en prisión, o sentada con su hermano ante el verdugo como cómplice de asesinato. Sus ojos se cerraron bruscamente debido al nervioso agotamiento de los instantes vividos. “¡Aniceto, no sigas!”, la conmocionó su misma voz, callada, desgañitándose en el infinito arcano de su corazón. 

Ramón se removió y se despertó. Temblaba. Gertrudis tomó al niño en brazos y le susurró palabras inconexas de alivio, que extraía de su espíritu, incapaz de reconfortarse ella misma. No podía distinguir las pupilas infantiles, pero las sentía clavadas en las suyas como si estuviesen lanzando reproches. El frío la estaba consumiendo, y el cuerpo de Ramón no era insensible tampoco a la inclemencia nocturna. 

Sollozó amargamente al recordar el inesperado tropezón con el cuerpo exánime de su marido en tierra y su caída de bruces en los brazos de Aniceto. El recuerdo del contacto con su hermano fue lo único que le hizo reaccionar para infundirse el ánimo preciso. 

Recuperado el equilibrio mental, al fin Gertrudis desechó todo tipo de sentimentalismos y se concentró en la secuencia de concienzudos y progresivos pasos a dar antes de que aclarase el día. La enrevesada maquinaria de su cerebro se volvía a poner en marcha para no defraudar a Aniceto.



                                                                            * * *


Ya eran las tres de la madrugada cuando el enterrador apagó las luces del coche frente al cementerio de Cadalso. 

Había realizado gran parte del recorrido a campo traviesa, para evitar sitios poblados, dando un rodeo por un angosto sendero, abierto a golpes de pezuñas por los rebaños; un carril que desembocaba en la trasera del camposanto. 

Hacer aquel camino había supuesto para nuestro protagonista el riesgo de que una rueda del vehículo se hubiese quedado bloqueada en la escabrosidad del terreno; sin embargo, prefirió correr esa suerte, como conocedor de la zona, antes que viajar por una carretera de tránsito público, de noche y con el macabro bulto en el maletero del R-8. 

La quietud amenazante que había imperado en las proximidades de Valverde se traducía en los alrededores del camposanto en una amalgama inocua de brisa helada y susurros. El frío recalcitrante estaba preparando una helada que cubriría el valle al amanecer. 

Por lo demás, todo seguía igual que siempre. Los gruesos barrotes de la verja habían quedado anulados por el oscuro lenguaje nocturno, y el abrevadero se revelaba en la sombra con el porte acechador de un centinela tendido. El agua dormía sin el más leve rizado, como si fuese espejo de azogue teñido por la luna, observadora privilegiada detrás de uno de los jarrones de la cancela. Una señal que tranquilizó a Aniceto era que la luz del comedor continuaba encendida, como la había dejado al salir. 

Unas ranas, que habían silenciado sus monótonas quejas al percibir movimientos extraños, se pusieron a croar de nuevo ronca y confiadamente, seguras de que no iban a ser molestadas. 

El sepulturero no podía perder ni un minuto. Entró en la casa para asegurarse de que todo continuaba dentro de la normalidad, apagó la luz y después ingresó en el camposanto a través de la puerta de servicio de la vivienda; seguidamente, tomó una carretilla provista de un cajón espacioso, donde solía guardar sacos de cemento vacíos, y la empujó hasta la entrada. Abrió la cancela y salió del cementerio hacia el maletero del coche, en cuyo interior se encontraba el cuerpo de Rosendo en postura encogida, forzada. 

Aniceto depositó el cadáver en el improvisado cajón y volvió a cruzar la cancela, de regreso. Con la frente vendada, Rosendo parecía dormido y vivo a la vez, porque el traqueteo del transporte provocaba que su cabeza gesticulase una serie de síes y noes sorprendentemente reales. 

El viento, al filtrarse entre las recias hojas de los cipreses, susurraban mensajes ininteligibles. Se elevaban siluetas difusas desde todos lados; eran las cruces de los sepulcros acompañando al solitario cortejo. Aniceto acudía a un entierro inusual, el primer sepelio que realizaba a oscuras y sin deudos. 

El impresionado enterrador no podía apartar los ojos del cadáver, de las escuálidas y temblorosas mejillas ni de los labios, que de un momento a otro amenazaban con abrirse. El reflejo de la luna devolvía la expresión serena de Rosendo, envuelta en un apreciable tinte cerúleo. De los brazos, apoyados en los bordes de la carretilla. colgaban unas manos y dedos bien cuidados. “Se ve que el cabrón no cogió una pala en toda su vida”, pensó Aniceto. 

Con la cabeza enterrada en el cuello de la pelliza caminó a ciegas por una de las calles laterales, jadeando con la pesada carga, dejando atrás los rectángulos fantasmales de las tumbas. Detuvo la marcha y se pasó la lengua por los labios. Justamente cuando le empezaba a abrumar la fatiga, había alcanzado el lugar de la inhumación. Sus extremidades estaban tan entumecidas que le dolían los nudillos de los dedos y los pies casi no los sentía.



                                                                          * * *



Aniceto extrajo la linterna del bolsillo y alumbró la cabecera de una tumba, en cuya losa rezaba la siguiente inscripción, apenas legible:

“DON RAFAEL LUPIÁÑEZ MATA, DE lA ORDEN DE PEDRO DE ALCÁNTARA Y CURA QUE FUE DE ESTA VILLA XXI AÑOS, NATURAL DE DON BENITO. 10 DE AGOSTO DE 1850”. 

Aquella era la sepultura que había elegido premeditadamente para rematar su aborrecible cometido. A nadie se le ocurriría buscar el cadáver en aquella fosa en caso de que se descubriese que Rosendo había sido asesinado. Además, confiaba en la meticulosidad y sangre fría de Gertrudis, encargada del desenlace de la acción criminal que ella había iniciado. 

La linterna, depositada a ras del suelo, proyectaba largas y puntiagudas sombras. Aniceto sacó una palanca del carrito y levantó el mármol de la tumba, cuyo cierre, deteriorado por los años, había conseguido eliminar el día anterior. 

Ante sus ojos, humedecidos por el rigor de febrero, surgió una boca rectangular y negra, la claraboya de acceso a un infierno apagado o a un cosmos sin sol. El asesino mantuvo la linterna por encima de lo que parecían profundidades insondables. Accionó el interruptor. El violento haz de luz encontró lo que es de esperar en el fondo de una sepultura que ha servido de abrigo a un cadáver durante más de ciento veinte años; un ataúd convertido en jirones y fragmentos ennegrecidos por la acción de la humedad. Allí abajo no había nada más digno de resaltar excepto huesos incrustados en la tierra, residuos de un esqueleto desarticulado. 

El sepulturero quería terminar su labor cuanto antes. Apagó la luz y volcó la carretilla al borde de la sepultura para que el cuerpo de Rosendo cayese de lado en el agujero. La masa inerte produjo un sonido sordo al chocar contra el revoltillo de abajo; después, silencio absoluto. 

Movido por un acicate morboso, Aniceto iluminó de nuevo el interior del sepulcro; el nuevo inquilino yacía con la cara hacia arriba y el cuerpo ligeramente torcido, bajo el que había quedado oculto el brazo izquierdo, mientras que el derecho se extendía a lo largo del hueco con la palma de la mano vuelta hacia arriba. 

Hondamente trastocado, pero sin llegar a perder los estribos, Aniceto apagó definitivamente la linterna y terminó el trabajo, volviendo a colocar la envejecida losa en su sitio.